Dejad que los textos vengan a mí

Jorge Bruce

En una columna reciente en estas páginas, Augusto Álvarez Rodrich me invita a analizar desde mi especialidad los motivos que pueden haber llevado a dos personas tan exitosas en sus ámbitos, como Alfredo Bryce y Juan Luis Cipriani, a plagiar textos en sus columnas periodísticas. Acepto la invitación, por ser de interés público, pero antes es preciso explicar algunas precauciones.

Uno de los dilemas que enfrentamos los psicoanalistas que opinamos en los medios es el de los límites de nuestras intervenciones. En otras palabras, hay una fina línea divisoria entre poner a disposición de los lectores las herramientas psicoanalíticas, y especular acerca de la personalidad de algún personaje, sea público o no. Precisamente porque es un límite impreciso, siento que a veces lo he rebasado y lo lamento.

Pero empecemos con Alfredo Bryce. Esta es la primera vez que abordo su caso. No lo hice antes porque lo conozco hace mucho tiempo y me apenaba su situación. Ahora pienso que fue un error callar. Principalmente porque hubiese sido útil para él, no solo para dar más elementos a los lectores, hacerlo. Mi impresión es que el nivel de plagios era tan abundante y notorio hacia el final, que en realidad estaba pidiendo a gritos que alguien lo detenga. Recuerden que todo se destapó cuando publicó en El Comercio una columna de Oswaldo de Rivero que se había publicado pocos días antes en Quéhacer. Esta es una manera inconsciente de pedir ayuda, como los niños que cometen fechorías groseras para dar la voz de alarma sobre sus impulsos incontrolables. Pero durante un tiempo no le hicieron caso, por ser un escritor respetado y querido. Esa protección, incluida la legal, le hizo más daño pues continuó su carrera imparable de transgresiones ostensibles.

El caso de Cipriani es distinto. Mi impresión es que plagiar a Papas expone su fantasía inconsciente: ocupar el lugar de los jefes de la Iglesia. La soberbia con la que responde a la primera carta de El Comercio y la negación que exhibe en su programa de radio al comentar lo ocurrido, revelan que su plagio es egosintónico: no se da cuenta de lo que ha hecho porque se siente infalible como el vicario de Cristo.

Esta omnipotencia le ha sido fatal. Acostumbrado a vivir en un mundo maniqueo de fieles incondicionales y adversarios implacables, le resulta inadmisible aceptar sus errores (en este caso un delito sancionado por la ley peruana y prohibido expresamente por la editorial que publica al Papa) pues Dios, a quien siente representar (por no decir encarnar), no se equivoca ni menos delinque. No seré yo quien tire la primera piedra. Los seres humanos somos frágiles y el narcisismo nos juega malas pasadas.

Al ver la reacción desesperada de sus defensores a rajatabla, quienes se resisten a aceptar lo que todos los demás vemos, comprendo que se está desmoronando un pilar fundamental del proyecto de un poder político-religioso ultraconservador en el Perú.

No me alegra su dolor pero me tranquiliza que se debilite el afán de mantener al país en el oscurantismo tanático.

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