La calle

César Hildebrandt

Un gobierno muy débil y disparatado. Una de­recha que se cree dis­pensada del deber de pensar. Un presidente que se olvida del cargo y que sólo desde hace pocas horas recordó su papel de árbitro social.

Un país que se jacta de lo que no tiene: orden, ciudadanía, libertad.

Una izquierda vieja que lee, mur­murando, las paporretas de los 60.

Una televisión hecha para idiotas.

Una radio básicamente fecal.

Una prensa escrita que agoniza sin darse cuenta.

Unas redes sociales que en mu­chos casos pretenden ser el sistema de drenaje del afán difamatorio que nos caracteriza desde los tiempos en que “El Comercio” vendía sus es­pacios para las revanchas persona­les (los famosos “comunicados” que Porras criticó tanto).

Una historia real jamás conta­da y una historia oficial plagada de mentiras.

Mi país está condenado a enga­ñarse para sobrevivir. La verdad podría volverlo loco.

Tengo los años suficientes como para decir que la honestidad es algo que no vi en la política.

Padezco del escepticismo que daña, que puede aislarte. Y sé que el Perú no cambiará jamás si sigue cre­yendo el cuento de que sólo el infor­tunio puede explicar nuestras desgracias.

Las huelgas du­ran, el gobierno termina cediendo lo que debió ceder desde el principio. Mientras tanto, 37 días sin médicos, 58 sin maestros. Y los lobistas del gobier­no, los de adentro y los del vestíbulo, haciendo lo suyo.

Pero aquí están las buenas noticias: Rómulo León sale libre y fanfa­rronea: los jueces determinaron que aquellos audios inmundos no podían ser admitidos como prue­ba. Y el Ministerio Público libra a Alan García del caso Endesa. Y las andanzas financieras de Keiko Fu­jimori en Brasil no parecen preocu­par al Ministerio Público. Tampoco las de Joaquín Ramírez en lares na­tivos. Y Patria Roja está a punto de perder el control del sindicato ma­gisterial, que quedaría en manos de radicales dispuestos a escuchar las voces más extremas.

Como antes. Como en los 70. Como cuando la restaura­ción conservadora de Morales Bermúdez le hizo pensar a la de­recha que todo debía seguir como antes y que el latifundismo herido debía volver a regimos. Fuimos en­tonces, otra vez, un país zombi. Y un os­curo profesor arequipeño, un kan­tiano de solapas de libro, un pobre diablo sediento de venganza salió de las sombras a combatir. Se llamaba Abimael Guzmán y hoy la derecha, que no quiere discutir el sacrosanto modelo ultraliberal que nos impide ser una sociedad integrada, está con­vocándolo de nuevo.

La derecha creó a Guzmán. La izquierda no lo supo combatir. El centro quedó paralizado. El país se hundió en un baño de sangre.

¿Queremos que eso se repita?

Impidamos que el Congreso y el Ejecutivo se alíen, como quiere la derecha, para fortalecer el modelo económico que acogota al perua­no de a pie. Exijamos a PPK que se conserve leal al centro que decidió su triunfo electoral.

Y dejemos que la calle se exprese.

Ha sido la calle la que ha logra­do, en parte, arrancarle al gobierno mañoso los recursos que permitirán la mejora salarial de maestros y mé­dicos.

¿O es que la calle sólo es buena en Venezuela?

La calle nos libró de Fujimori. La calle puede librarnos de esta farsa cada vez más peligrosa. Ha­blo de una calle limpia de senderismo, claro.

Publicado en “HILDEBRANDT EN SUS TRECE” Nº 359 11/08/2017, p. 12

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