El miedo a mirarnos en el espejo

César Hildebrandt

Hay algo de cinismo en esto de sorprenderme por el nivel de la campaña electoral.

¿Por qué deberíamos tener una campaña de ideas cuando hace tiempo que el Perú, con extrañas excepciones, ha dejado de pensar?

¿Por qué habría de haber debates si en el Perú lo esencial hace tiempo que no se discute?

El triunfo mediático de la derecha ha creado este silencio intelectual sólo interrumpido por los ruidos molestos de un puñado de inconformes. Inconformes que escriben a veces en «La Re-pública», o en este semanario, o en alguna publicación que jamás llegará ni siquiera a tocar las puertas del sector «C».

¿Por qué deberíamos tener una televisión abierta si nos hemos resignado a que sea vertedero y puterío?

Somos conmovedoramente ridículos cuando pedimos políticos de primer nivel en un país de quinta y cuando nos escandalizamos por casos como el de Acuña, cuando hasta hace poco lo teníamos como uno de los grandes emprendedores salidos de la provincia, «el lado más sano del país».

Lo que tenemos es lo que hemos sembrado. Por ahora, la segunda vuelta será entre la heredera hipócrita de un ladrón y asesino y el señor que finge ser novedad a pesar de que reúne los más viejos vicios del conservadurismo camaleónico. El tercero en disputa es un señor que va a tener pronto dificultades urinarias y que encarna la faceta «sabia» de la tecnocracia derechista. En el cuarto lugar hay unos escombros y en el quinto habla y derrama lisura un obsesivo amigo de lo ajeno que está convencido de que es genial.

Eso es todo. Las elecciones que se vienen son de la peor calaña y van a obligar a millones de peruanos a elegir entre lo siniestro y lo sombrío, entre lo peor y lo malo, entre la malaria y el zica.

¿Tenemos remedio? No. No lo tenemos ni lo tendremos mientras no tengamos el valor de mirarnos en el espejo. La soberbia nacionalista nos impide hacerlo. Nos da miedo ver el rostro del Perú reflejado por la imparcialidad de la luz. Nos asusta destruir el mito patriótico.

Pero para que el Perú salga de esta crisis generalizada es del importante despertar del sueño opiáceo en el que vivimos y al que demagogos como Alan García nos condujeron.

Que escuche el que quiera: desde el punto de vista institucional, no llegamos a ser un país. Somos una vieja frustración, el aborto de una república, el simulacro de una monarquía, la parodia de una democracia. Estamos corrompidos hasta el tuétano. La inteligencia se ha retirado de la escena. La academia mira desde un balcón cada vez más amenazado. Nuestra prensa está, básicamente, al servicio del inmovilismo. La violencia está en todas partes. Los partidos políticos son feudos personales. El diagnóstico de Basadre, y aun el de González Prada, está intacto. Fuimos anarquía en la prosperidad y en el desastre. Nos farreamos la plata del guano y el salitre mientras una «república templada», como la llamó Barros Arana, compraba los barcos con los que nos mutilaría.

Todo eso es lo que no queremos reconocer. Y para contrapesar esa verdad negada nos llenamos la boca pensando que hoy somos ricos, que tenemos tres mil variedades de papa, una pléyade de cocineros y un pasado precolombino glorioso. Lo que no les decimos a nuestros hijos es que el país del pasado detrás del cual nos parapetamos, el de Machu Picchu, fue uno austero que odiaba el desorden y maldecía el robo. No somos herederos de esa gente. Nosotros sólo llegarnos hasta Tiwinza.

Pubicada en la revista Hildebrandtensustrece del 4 d Marzo del 2016

http://www.hildebrandtensustrece.com/

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