La segunda batalla

César Hildebrandt

Perdieron a su manera, dando trazos equívocos a la hora de votar. Aga­charon la cabeza simu­lando que buscaban algo en el piso del hemiciclo. Tuvieron que ceder, aunque ahora no lo admitan. Se tragaron un sapo del tamaño de un dragón. Se trata de una pesada digestión.

Pero, claro, tienen un as en la manga. Lo lleva Rosita Bartra, la hechizada. Y esa carta consiste en burlarse de Vizcarra, zurrarse en las reformas, capar al gato y lograr que nada cambie y que el próximo Congreso esté, otra vez, poblado por gentuza que dé dinero y esconda prontuarios.

Porque -ya lo dijo Rosita- lo de la inmunidad no está en negociación y seguirán siendo los homólogos de Mamani los que decidirán a qué delincuente se la levantan (la inmunidad) y a qué otro se la mantienen (por razones de aritmética a la hora del voto).

Me muero de la risa cuando escucho a tanto navegante con vela de cojudo hablar del Congreso y de sus fueros. Hombre, por supuesto que el Congreso es una institución respetable y que merece delicadezas especiales.

Lo que pasa es que la Constitución no ha previsto qué pasa cuando el Con­greso -el depositario de la soberanía popular- es tomado por una organización criminal que reclama ser gobierno efectivo acusando de fraudulentas las elecciones que perdió.

Ese es exactamente el caso del que hablamos. ¿O ya no recordamos a madame K anunciando que cumplirían con su «plan de gobierno» desde el Congreso? Fue el fujimorismo, heredero del golpismo putrefacto del patriarca, el que dio un golpe de estado en junio del 2016. Y fue la trémula torpeza de Kuczynski la que permitió esa insolencia. Esta batalla inconclu­sa no ha consistido, como nos hemos cansado de repetir, en un desencuentro jurisdiccional entre un Ejecutivo susceptible y un Congreso celoso de sus prerrogativas. De ninguna manera.

Esta batalla tiene un solo objetivo: que la viciosa organización criminal que domina el Congreso, en alianza con lo que queda del Apra después de su implosión, deje de asumirse como un gobierno sustituto.

Una meta de esa índole, como se entenderá, sólo puede ser lograda cabalmente con la disolución del Congreso y su renovación a través de elecciones. Lo que se ha obtenido esta semana es un armisticio que hace recordar a aquel de enero de 1881, el momento en que Piérola supuso que las tropas del general Baquedano cumplirían el alto al fuego cuando lo que hacían realmente era mejorar sus posiciones de artillería y aproximarse a las primeras líneas de defensa peruanas instaladas en los reductos de Miraflores. Ya sabemos en qué terminó todo eso. De Vizcarra depende no rendirle un nuevo homenaje a la suicida ingenuidad.

El fujimorismo prepara su celada. La señora Bartra es la ple­nipotenciaria actual de esa conspiración. Ella está convencida, como la mayor parte de su partido, que el gobierno de Vizcarra es ilegítimo en tanto que es sucesor de una usurpación surgida del fraude electoral. Y como es ilegítimo, entonces no hay que hacerle caso, hay que fingirle ciertas anuencias protocolarias y hay que socavarlo desde los cimientos.

Y eso es lo que hará el fujimorismo una vez obtenida esta tregua que les permite seguir cobrando los sueldos que apenas merecen. ¿Quedará algo de las iniciativas del Ejecutivo a la hora en que la Comisión de Rosita Bartra las tamice? La misma Bartra ha dicho en su diario favorito que «las palabras “esencia” y “desnaturalización” no existen en la Constitución», con lo que ha anunciado de qué tamaño puede ser el timo que se está preparando. También ha dicho que nos olvidemos de plazos impuestos y ha vuelto a calificar de mentiroso a Martín Vizcarra.

¿Qué hará ahora el gobierno? ¿Aceptará la payasada de unas reformas chocolateadas por la misma gente que no halló responsabilidad política de ningún líder en el caso Lava Jato y que hasta hoy protege al delincuente que fue Fiscal de la Nación? ¿O irá hasta el fondo del asunto y hará uso del derecho constitucional de considerar que la burla es un rechazo a la cuestión de confianza? Es un asunto crucial. Lo que muchos no quieren entender es que esta crisis la tramó el fujimorismo derrotado en el 2016. Su sueño de convertir al Ejecutivo en una monarquía orna­mental estuvo a punto de cumplirse con Kuczynski. Su voracidad caníbal lo llevó, felizmente, a destituir a Kuczynski como gesto de soberbia y pre­potencia. A Vizcarra lo miraron como el bobo de Bruce dice que lo miraron desde la mancha blanca: un mestizo provinciano que debía ponerle algo de beige al paisaje.

Resultó que al final, después de to­lerar todos los desaires y ensayar todos los acercamientos, el moqueguano «socialmente despreciable» hizo una jugada de estadista y los puso contra la pared.

Como decíamos la semana pasada, la batalla recién empieza. De Vizcarra depende ganarla. No es un asunto de vanidad. Es un requisito de la higiene pública.

El jaque mate sigue vigente. Si el fujimorismo retuerce las reformas has­ta hacerlas irreconocibles, el gobierno podrá disolver el Congreso, más allá de lo que digan los «constitucionalistas» a destajo que, como el señor Blume Fortini, fueron abogados y mentores de Félix Moreno. Si, por presión de los moderados, la bancada de madame K decide respetar el núcleo duro de las propuestas gubernamentales, la derrota de los herederos del golpismo sórdido será plena. Esta segunda opción, de darse, significará en la práctica la renovación del Congreso sin necesidad de decretar su disolución.

Fuente: “HILDEBRANDT EN SUS TRECE” N°448, 7/06/2019

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