Perú: Hacia un nuevo pacto para sanar las heridas abiertas

Verónika Mendoza Frisch

“Entonces tiraron bombas y rompieron la puerta. Nos apuntaron con pistola, nos juntaron y nos tiraron al piso, nos enmarrocaron en la espalda. Querían patearnos. ‘¡Chola, calla, mierda, chola!’, diciendo nos ha carajeado. Nos han maltratado con sus palabras. A algunas compañeras les han pateado y les han dejado todo verde”.[1]

Con esas palabras cargadas de indignación, Yolanda, mujer huancavelicana de 58 años, de largas trenzas negras y piel curtida por el sol, cuenta los momentos de terror que vivió en el campus de la Universidad de San Marcos en Lima aquel fatídico sábado de enero. Aquel día, alrededor de 200 policías derribaron la puerta con una tanqueta y detuvieron a unas 200 personas, alojadas en la universidad, que habían llegado de diversas regiones para protestar en Lima.

“¡Váyanse a la chacra, indios!”, grita un grupo de cusqueños en la avenida de la Cultura, por la entrada a la ciudad del Cusco, en el distrito de San Jerónimo. Se dirigen así a un grupo de campesinos que han llegado desde el sur del departamento para movilizarse en la “ciudad imperial”, como lo hace cada día, desde diciembre del año pasado, una o más delegaciones de las distintas provincias de la región.

Estas dos escenas sintetizan, de alguna manera, algunas de las causas más profundas de la crisis que hoy atraviesa el Perú: el racismo y la discriminación hacia la población campesina, rural, indígena. 500 años de colonialismo nos dejaron esta herida abierta que, durante décadas, pretendimos solapar con un velo blanquirrojo y el coro de ese vals que dice: “unida la costa, unida la sierra, unida la selva, contigo Perú”. Hoy la herida ha quedado descubierta, pero en lugar de bálsamo para su sanación ha recibido bombas lacrimógenas, balas, patadas, palabras hirientes. Hoy esa herida llora 62 dolorosas lágrimas[2].

Y no es casual que la absoluta mayoría de las víctimas mortales de la represión hayan sido campesinos o hijos de campesinos, indígenas, quechuas, aymaras. Aquellos cuyas voces y vidas no valen para nuestras élites, ni –aunque duela decirlo- para una parte importante de la sociedad urbana. Tampoco es una novedad. Durante los últimos 20 años, aproximadamente 166 peruanos fallecieron por la represión policial en contexto de protesta social[3]. La absoluta mayoría eran campesinos andinos o indígenas amazónicos que ejercían su legítimo derecho de protesta defendiendo sus territorios del desmembramiento, sus lagunas, ríos y bosques de la contaminación por parte de alguna transnacional minera o petrolera o demandando derechos laborales a alguna gran agroexportadora, por ejemplo. Hasta ahora, no se ha identificado responsabilidades penales ni políticas por ninguna de estas muertes, todas permanecen en la impunidad. Los nombres de las víctimas, en el olvido; salvo en el corazón partido de niños que quedaron sin padre y de madres que se quedaron sin hijos.

Pienso en Walter Sencia, por ejemplo, joven k’ana de la provincia de Espinar que, además de la chacra, trabajaba como payaso; “Manzano” era su nombre artístico. Una bala disparada por un policía acabó con su vida cuando tenía apenas 24 años y su hijo aún aguardaba en el vientre de su madre para conocer el mundo. Lo mataron cuando protestaba junto al pueblo de Espinar denunciando la contaminación minera y exigiendo que los grandes proyectos extractivos beneficiaran también a las poblaciones locales. Es inevitable recordar que, de la misma manera, durante el conflicto armado interno que desangró al país, durante los años 80 y 90, “la tragedia que sufrieron las poblaciones del Perú rural, andino y selvático, quechua y asháninka, campesino, pobre y poco educado, no fue sentida ni asumida como propia por el resto del país”[4]. 75% de las víctimas fatales tenían el quechua u otra lengua nativa como lengua materna. Y, sin embargo, son esas víctimas y las generaciones que las suceden –y no los victimarios- las que cargan hasta hoy el estigma de ser terrucos.

“Se cumplió. Deteniendo a todos esos terroristas. Reventamos San Marcos”, fue lo que dijo un orgulloso policía en un video-selfie el día de la intervención arbitraria en dicha universidad, dando cuenta del terruqueo azuzado e institucionalizado por Dina Boluarte, sus ministros y altos mandos policiales que ahora salen a declarar a la prensa con inusitada frecuencia. Los grandes medios, el Ministerio público y el Poder judicial se han sumado con entusiasmo a esta narrativa y práctica contrasubversiva que busca justificar la brutal represión y criminalización que hemos visto en estas semanas: ciudadanos y dirigentes son detenidos e investigados por demandar una asamblea constituyente o por recaudar donaciones para alojar o alimentar manifestantes o atender a los que resultan heridos. Pero el terruqueo no solo busca deshumanizar a quien protesta para justificar su aniquilamiento político o físico, sino que atiza el racismo que lleva implícito y el recuerdo del terror vivido durante el conflicto armado interno, otra herida que aún no cicatriza.

Pero así como Yolanda, huancavelicana de 58 años, tendida en el piso boca abajo y enmarrocada, se atrevió a levantar la cabeza, increpar a una policía que rebuscaba entre las pertenencias de los detenidos y mirarla fijamente a los ojos; así como Aida Aroni, ayacuchana de 52 años, se acercó, con su sombrero de paño negro, flameando su pollera y su bandera blanquirrojas, al cordón policial que impedía el avance de una marcha en Lima; así también, con dignidad y coraje, todo un pueblo alza la cabeza y rompe el silencio al que había sido condenado durante siglos. Y las élites racistas se irritan porque no soportan que sus otrora peones, yanaconas o colaboradores ahora los miren a los ojos y reclamen el lugar que se ganaron resistiendo a las diversas formas de opresión de cada tiempo; cultivando sus tradiciones; forjando con su sudor y lágrimas casas, ciudades, patria; alimentando desde sus chacras al país entero; moviendo la economía aún en tiempos de pandemia, sequía, escasez o inflación.

Los que alguna vez se vieron obligados a andar cabizbajos y callados, a sentir vergüenza de su apellido, su forma de hablar o su vestimenta, hoy reivindican con orgullo su identidad a través de sus manifestaciones políticas, sus demandas sociales pero también a través de la inmensa solidaridad desplegada en miles de ollas comunes para los manifestantes, brigadas de salud, equipos de defensa legal, así como cantos y bailes que siempre fueron y siguen siendo una forma de resistir, luchar y vencer.

“Presidenta Dina Boluarte, ¿por qué eres traicionera?,

Presidenta Dina Boluarte, ¿por qué eres mentirosa?

Tus engaños que te crea tu Congreso,

Tus engaños, que te crea tus ministros”

Dice una estrofa de un carnaval ayacuchano estrenado en Huanta hace unos días.

“Congresista, suwa[5] congresista,

quién te ha dicho que somos terrucos,

somos valientes y luchadores,

queremos un cambio para nuestro Perú”

Dice otro carnaval que acompaña escenificaciones y parodias de las protestas y la represión.

“Esta democracia ya no es democracia

Dina asesina, el pueblo te repudia.

¿Cuántos muertos quieres para que renuncies?

Dina asesina, el pueblo te repudia

Sueldos millonarios para los corruptos;

balas y misiles para nuestro pueblo”

Dice la canción que se ha convertido ya en el himno que se corea en calles y plazas a ritmo de banda puneña.

La promesa de cambio incumplida

Pero si queremos entender a profundidad la crisis peruana, a los rezagos de 500 años de colonialismo, debemos sumarle los estragos de 30 años de neoliberalismo depredador. Porque esta crisis no empezó ni el 7 de diciembre con el golpe de Estado fallido de Pedro Castillo y su destitución, ni con el inicio de su Gobierno. Las élites dirán que antes de este estallido todo iba de maravilla, pero no es así. Hubo crecimiento económico en las dos últimas décadas, sí, pero a costa del debilitamiento de las instituciones y de la precarización de la vida. Nuestro Estado quedó débil, capturado por los grandes grupos de poder económico, con una inestabilidad política sin parangón: seis presidentes en seis años.

Ese Estado nos dejó morir durante la pandemia –fuimos el país con la más alta tasa de mortalidad en el mundo- porque la salud, como la educación o la vivienda, fue tratada como cualquier mercancía que solo los más pudientes podían asegurarse. Tenemos una economía que mantiene a más del 70% de las y los trabajadores en la informalidad; a 1 de cada 4 peruanos en situación de pobreza, sobreviviendo con menos de S/.380 al mes; y a una proporción aún mayor de peruanos en situación de vulnerabilidad, a los que una pérdida de trabajo, una enfermedad en la familia o un accidente, podrían volver “pobre” de un día para el otro; mientras el 1% de la población más rico concentra alrededor del 30% de los ingresos totales del Perú, lo que nos coloca como el cuarto país más desigual del mundo[6]. Tenemos una riqueza inconmensurable -gas, petróleo, minerales, agrobiodiversidad, agua dulce, patrimonio cultural- pero siempre expoliada, rematada y depredada por voraces transnacionales o mafias locales que nos dejan migajas.

El sur del país es quizás el ejemplo más claro de esta dolorosa paradoja: las élites centralistas nos han visto siempre como una despensa infinita de materia prima que rematar y no como ciudadanos con plenos derechos ni como pueblos capaces de decidir también sobre nuestros territorios y riquezas, de preservar o recrear nuestras tradiciones, según nuestra memoria y nuestros sueños. Hemos visto, más bien, nuestras montañas heridas con grandes tajos para extraer de ellas cobre o hierro que es vendido a lo largo y ancho del mundo[7]. Hemos visto nuestro gas natural esfumarse por un tubo y llegar hasta Europa o Japón desde hace cerca de 20 años, mientras aquí tenemos que comprar balones de GLP[8] que vienen de la costa central a precios inexplicables, los más altos de América Latina[9]. Hemos visto Machupicchu o el Lago Titicaca y sus islas engalanar postales y películas, mientras miran con desdén a los constructores y guardianes de ese patrimonio. Y cuando hemos exigido respeto por nuestros derechos han declarado estado de excepción en nuestros territorios, nos han apuntado con sus armas.

Nos dijeron que si queríamos cambios debíamos expresarlo con nuestros votos y eso hemos venido haciendo con convicción desde hace décadas. Pero incluso cuando una propuesta de cambio ganó las elecciones, se impuso el chantaje de las élites y poderes fácticos, o la cobardía de los que nos juraron cambios y luego nos traicionaron.

¿Balas o votos?

Por eso es que hoy emerge con tanta fuerza la necesidad de un nuevo pacto social, una refundación, un cambio de fondo que se expresa en la demanda de “nueva Constitución”. Ya no bastan parches o maquillajes, ya no basta cambiar de figuras. Un nuevo pacto social es la única salida seria y duradera a esta crisis. Quienes se oponen, alegan que cada peruano debería leer la Constitución actual antes de plantear otra. Ese es un argumento elitista que desconoce que el saber no es solo libresco, que también sabe el que siente crujir de hambre sus tripas, el que posterga sus sueños porque no tiene oportunidades, el que ve sus ríos contaminados, sus hijos sin educación de calidad, el que vive la angustia cotidiana de no saber si mañana tendrá trabajo; ese sabe que estas reglas de juego ya no dan más, que se necesita cambios de fondo. Pero es, sobre todo, un argumento reduccionista y falaz, que nos quiere hacer creer que la Constitución es un papel, cuando se trata, más bien, de un pacto.

Por eso planteamos que, para empezar, se consulte al pueblo peruano en un referéndum si quiere o no un nuevo pacto y que se abra un gran diálogo nacional descentralizado, plural, intercultural e intergeneracional sobre qué país queremos construir y legarle a las generaciones futuras. Es una salida absolutamente viable legal y constitucionalmente y, sobre todo, la más democrática. La señora Boluarte se empecina en decir que ésta es una demanda “política”, pretendiendo de esa manera descalificarla, cuando es justamente eso lo que se necesita: hacer política, es decir, consultar, dialogar, construir consensos involucrando a las y los ciudadanos, que no solo somos objetos de políticas públicas sino sujetos con derechos políticos. Lo contrario, la negación de la política, es el autoritarismo y la violencia. Pero, aunque la señora Boluarte y la coalición autoritaria -poder económico, mediático, fuerzas armas y policiales y ultraderecha parlamentaria-que hoy lidera hayan optado por las balas y no por los votos, por la dictadura y no por la democracia, el pueblo ya señaló el horizonte y abrió el camino.

Es tiempo de sanar las heridas más profundas, de sellar un nuevo pacto, pero no entre élites cínicas para defender sus privilegios -como ocurrió con la Constitución de la dictadura-, sino un pacto entre peruanas y peruanos en el que nos reconozcamos todos –sí, todos, no solo los que piensan como nosotros- como ciudadanos con iguales derechos, en el que definamos qué reglas de juego deben regir nuestro país, qué valores deben guiarnos como sociedad. Necesitamos un nuevo pacto que afirme la vida, la dignidad humana; que ponga por delante el poder del pueblo antes que el poder del dinero; la igualdad en la diversidad para dejar atrás el racismo, el machismo, el clasismo que hieren nuestra Patria y nuestras familias; que ponga el bien común, la solidaridad y cooperación por delante del individualismo, la competencia exacerbada y la corrupción; que defienda el cuidado de la naturaleza para dejar atrás la depredación y contaminación de nuestros ríos, montañas y bosques; que promueva el uso soberano de nuestras riquezas para que beneficien de verdad a las familias del Perú. Es tiempo de construir la Constitución de la democracia.

Esta tarea no es exclusiva de autoridades o expertos, por el contrario, es una tarea de todos los peruanos y las peruanas. Sí, también de ti que me lees. Atrevámonos, entonces, a sanar las heridas históricas que aún nos duelen, a soñar con un país mejor, a ir al encuentro del otro…

[1] Declaración traducida del quechua de Yolanda Enríquez en el momento de su liberación tras haber sido detenida en el operativo policial del sábado 21 de enero en la Universidad Mayor nacional de San Marcos, Lima.

[2] Hasta el día 15/02/2023, según la Coordinadora nacional de derechos humanos, 62 peruanas y peruanos han fallecido en el contexto de las manifestaciones iniciadas en diciembre 2022.

[3] Registro de la Coordinadora nacional de derechos humanos, 2003-2022 (desde el gobierno de Alejandro Toledo hasta el de Pedro Castillo incluido).

[4] Informe final de la Comisión de la verdad y reconciliación, 2003. Conclusiones generales.

[5] Suwa: ladrón en quechua.

[6] World Inequality Report 2022.

[7] Según la “Cartera de proyectos de inversión minera 2023” del Ministerio de energía y minas, en el Sur del Perú se concentran 19 de los 47 proyectos mineros actualmente en alguna etapa de ejecución. Cada vez que se ha producido un conflicto social en torno a algún proyecto minero, se ha optado por declarar distritos o provincias en estado de emergencia. Pero desde el 2017, aproximadamente, se ha declarado estado de emergencia en todo el llamado “Corredor vial minero” que atraviesa los departamentos de Arequipa, Apurímac y Cusco de manera recurrente, incluso en tiempos de calma, apelando a la figura inconstitucional de los “estados de emergencia preventivos”. En la práctica, se trata de territorios que viven en permanente estado de excepción con diversos niveles de militarización y de vulneración de derechos humanos.

[8] Gas licuado de petróleo.

[9] Camisea, el yacimiento de gas natural más importante del Perú y uno de los más grandes de América Latina, se encuentra en el Sur del país, en el área amazónica del departamento de Cusco.

https://www.revistaideele.com/2023/02/19/hacia-un-nuevo-pacto-para-sanar-las-heridas-abiertas/

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*