Cifras malditas
Juan Manuel Robles
Mirko Casale, conductor del programa “Ahí les va”, de RT, me dejó pensando en un tema del que se habla poco: lo inútiles que pueden ser las cifras de muertos para transmitir el horror de un genocidio. Se refería específicamente a los más de tres mil niños palestinos que han sido asesinados por los ataques israelíes en las últimas tres semanas, según la organización Save the Children. Tres mil muertos —3,195— es una cantidad difícil de visualizar, pero mucho más difícil es sentirla en toda su dimensión.
El escándalo de los números no consigue darnos una idea del horror.
La contabilidad, cuando está bien hecha, es siempre un logro periodístico. Nos deja ser precisos sin caer en la hipérbole o la minimización. Nos permite apoyarnos en hechos y no en percepciones. Pero también —como anota Casale— es una forma de reducir tormentos muy humanos a la mera estadística. Llega un momento en que un cero a la derecha no da cuenta de la multiplicación del dolor.
Los periodistas aprendemos a colocar las cifras de tal manera que sean comprensibles y hasta palpables sensorialmente. Un espacio no tiene 200 metros cuadrados sino la extensión de “una cancha de tenis”. García Márquez describió la desolación de Marte hablando de “25 millones de kilómetros cuadrados sin una sola flor”. Mi amigo Joseph Zárate escribió una vez, en una crónica sobre la lucha de Máxima Acuña contra Yanacocha, que todo el oro extraído en la historia de la humanidad cabía, derretido, en dos piscinas olímpicas.
El buen periodismo sabe administrar datos, colocarlos de la manera en que se comprenda más lo que los números solos no transmiten. Casale, en el episodio referido, nos da ejemplos. En Gaza han muerto más niños que el número total de niños fallecidos en todos los conflictos durante un año. En Gaza, mueren 145 menores cada día. Nos dice que si se hiciera un documental que le diera apenas un minuto a la vida de cada niño resultaría un material de 50 horas. Pero aún con esos ejemplos —admite el conductor— no es posible transmitir el tamaño del desastre.
Por otro lado —el lado opuesto a los números—, están las imágenes que humanizan y permiten ver, en el caso individual, el horror colectivo. Sin embargo, las imágenes también pueden alejarnos. Nunca como en estos días he visto videos tan explícitos de bebés que son cadáveres recientes. Bebés convertidos en muñecos de jebe, bebés teñidos de plomo, bebés bajo los escombros, bebés abiertos en dos, porque sus familiares quieren que los miremos, no vayamos a pensar que es mentira.
Y, sin embargo, con esas imágenes me ha pasado lo que a muchos. Las considero legítimas, pero me desbordan. Más que en la dimensión de tragedia —provocada por una política de aniquilamiento inmisericorde—, me hacen pensar en un drama adicional: el de ser padre o madre y normalizar todo eso —como quien enseña una herida purulenta—, haber perdido todo pudor y celo íntimo, y exhibir lo que más quisiste, como un objeto roto, como una bomba molotov de propaganda contra la ocupación. La escritora Hala Alyan lo ha dicho así: “los palestinos estamos obligados a ganarnos el derecho de empatía, a demostrar que somos dignos de compasión”.
No sé si existe una solución frente a las limitaciones para narrar el horror. Lo que sí me queda claro es que el periodismo tiene el desafío de seguir procurando ese propósito aunque parezca muy difícil. Encontrar formas de permitir que otra mente sienta una realidad a la altura de los números. Ser heridos por el tamaño de la masacre.
De momento, se me ocurre que ayudaría pensar en el niño que más quieras, el que más feliz te haga cuando está entre tus brazos. Pensar en sus pequeños ojos mirándote, en sus manitos. Y luego visualizar una bomba asesina. Algo nos repele a terminar de imaginar esta escena de terror —pensar, entendemos, es invocar las malas energías—, y algo nos hace mirar de reojo: esa oscilación —el rechazo luchando contra la visualización— es el primer paso. Luego recordemos que hay un lugar donde la gente vive eso todos los días, literalmente, por decisión de un Estado que quiere desplazar a todo un pueblo. Ese alguien se multiplica por miles. Miles de sonrisas que son —fueron— únicas.
Y ese dolor lejano es el mismo que sentiríamos nosotros. Eso también convendría recordarlo. Porque por más que digan lo contrario, nadie se habitúa a la guerra. Nadie se acostumbra a que bombardeen su vecindario. Estar bajo agresión militar por décadas no vuelve a nadie más duro para soportar un misil, ni más “curtido”. El infierno tiene esa cualidad: siempre nos coge desprevenidos.
Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 660 año 14, del 03/11/2023