La muerte no mejora tanto

César Hildebrandt

Mi abuelo materno, Benjamín Pérez Treviño, murió cuando yo era niño y por eso no pude frecuentarlo. Pero me habría gustado. Fundó y dirigió un diario en Trujillo que llamó “La Razón” y que combatió el clericalismo reaccio­nario. Su mujer, mi abuela, era la fotógrafa del periódico. Ambos eran librepensadores, como se llamaba en esos tiempos a los rebeldes, y se reclamaban discípulos de González Prada. De Benjamín hay varias menciones, todas elogiosas, en algunos libros dedicados a la historia del periodismo peruano. Luis Alberto Sánchez también le dedica algunas líneas en sus memorias.

De esa alianza conyugal y profesional nacería Américo Pérez Treviño, que llegó a ser diputado aprista en el Congreso Constituyente instalado el 8 de diciembre de 1931. Como se sabe, poco duró aquella aventura parlamentaria. El 17 de febrero del año siguien­te, el infausto 1932, los constituyentes apristas fueron desalojados, detenidos y deportados. Mi tío Américo trabajó con Sánchez y Seoane en la revista y editorial chilenas “Ercilla”, de las que “el Cachorro” sería director a partir de 1937. En una carta dirigida a Haya y que figura en la antología epistolar publicada por “Mosca Azul”, Sánchez defiende vigorosamente a Américo de una calumnia de la que el líder aprista se hizo eco. Sánchez escribió:
“…Informe sobre antisureñismo de Américo es mentira vil. Califícola a sabiendas: mentira vil. Trasmisor es individuo que nunca hizo nada aquí ni en Concepción…” Como lo he contado alguna vez, Américo llegó a Venezuela, donde moriría todavía joven, expatria­do y sin un cobre.

¿Por qué escribo sobre estas cosas? Porque en estos días he pensado recu­rrentemente en el Apra, en quienes pa­decieron por ella y he pensado también en el peruanísimo -y universal- culto por la muerte.

El Apra fue padecimiento duran­te muchos años. Querían los apristas cambiar el país inviable que encontra­ron y el Perú inviable, gamonal y cleptócrata les declaró la guerra. Perdieron la batalla los apristas pero habrían al­canzado la gloria si se hubiesen mante­nido en sus trece. No fue lo que pasó, ya lo sabemos. Pero los que se entregaron a la causa, el padre de Alan García entre ellos, merecen todo mi respeto.

Recuerdo que en un momento de la entrevista con Jorge Luis Borges me atreví a decirle que su juicio sobre Perón era muy severo, considerando, además, que el líder del justicialismo llevaba varios años muerto. Borges me miró con esos ojos que no veían pero que perforaban, esos ojos azulinos, cie­gos para la física pero que parecían faros de la inteligencia, y me dijo: “¡Pero la muerte no mejora tanto!”. Y claro que tenía razón. Y por supuesto que yo había quedado en ridículo.

Porque, es verdad, la muerte no opera como Midas, no obra milagros, no altera la biografía del difunto.

Cuando Stalin cayó fulminado por un ataque cerebral no sucedió que los campos de concentración desaparecieron y que los muertos de los juicios de Moscú dejaron de existir y que los asesinados por el ‘hambre del colectivismo se difuminaron en el misterio de los tiempos. No pasó nada de eso. Stalin murió como lo que era: el hombre que le robó grandeza y humanidad al socialismo que había soñado Marx y ya había ter­giversado Lenin. Fue un asesino me­nos en la faz del planeta.

Cuando Augusto Pinochet hizo me­nos despreciable su vida muriéndose, no es que Víctor Jara lo perdonase ni que los fusilados de la Caravana de la Muerte se volvieran neutras calaveras del desierto ni que los desaparecidos regre­sasen o que el general Prats tocara los talones y saludase con la mano derecha a la altura de la gorra. Nada de eso pasó. Pinochet se murió como lo que era. Un rufián de uniforme menos en el mundo.

La muerte, como me recordó Borges, no mejora a nadie. Una cosa es el drama auténtico, el llan­to conmovedor, los he­rederos lastimados, las ceremonias del adiós, las furias y las penas, y otra es el saldo de la historia, las cuentas del futuro. Alguien que se mata huyendo de la justicia apela al pensamiento mágico. Cree que con ese gesto la compasión prevalecerá y que una tregua benévola terminará en un tratado de paz con la historia. El suicida que huye de sus fe­lonías está convencido de que, desapareciendo, esfuma los expedientes y se limpia al paso de un ventarrón de niebla purificadora. El suicidio surgido de la culpa pretende ser un desvanecimiento mágico, un acto de conversión. Es la par­ca haciendo de Houdini. Pero es inútil.

Así como Albert Camus siguió sien­do un hombre bueno y honorable al morir absurdamente en un accidente de automóvil, así Hitler, al suicidarse, siguió siendo el monstruo que constru­yó. Y así como Isadora Duncan siguió siendo una gran bailarina y una mujer marcada por la frivolidad cuando fue estrangulada por una bufanda enre­dada en una rueda, del mismo modo, el que robó durante años dineros pú­blicos y confianzas populares morirá como un ladrón. Y no habrá cardenal que altere ese estatuto. Porque aun­que los especialistas en arte funerario adornen a los muertos, la muerte no maquilla el pasado. No hay photoshop para lo sucedido. Porque lo sucedido es irremediable. No hay perdón de la historia para los que hicieron una far­sa de sus vidas. Y si un partido político ata su futuro al pasado de un hombre enlodado ejercerá su derecho al suici­dio. Imitará a quien, descubierto, prefirió la muerte que la deshonra autoinfligida. Hablaremos, entonces, de dos muertes por mano propia.

Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N° 443   03/05/2019

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