Hablando del descuartizador
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César Hildebrandt

Nos horroriza un descuartizador que seccionó en 29 pedazos a su masajeador más próximo.

Eso no es un crimen. Es una vulgaridad. Ese individuo no ha leído libros de historia.

Grandes son los crímenes de los grandes hombres: cientos de miles, millones de individuos alcanzados por la vanidad armada de unos salvajes que fueron dioses monoteístas, faraones, generales en jefe, mariscales de campo, reyes nacidos para el crimen.

Esos sí que sabían matar. En nombre de los valores de la civilización (de la que fuera), te mataban, limpiaban el mundo de tu presencia bárbara.

Mataban al por mayor, en gruesas, en montañas: mataban para que la historia los juzgara como personajes de grandes propósitos y cementerios propios. Y sobre sus montañas de difuntos, en efecto, la gloria, con legañas, los coronaba.

De todos esos insaciables asesinos está hecha la historia, el día empezó, como es fácil imaginar, el día en que un cavernícola fundacional se cargó a su vecino por una disputa carnal.

El primer asesino con buena reputación fue David, que mató de un hondazo al idiota de Goliat.

Y a partir de allí se diría que un requisito para contraer la fama fue ensangrentar el mundo con las hazañas más variadas.

Julio César, Napoleón, Hitler, Hirohito, Stalin, Truman, Sharon: asesinos. Y apologistas del crimen.

La historia humana es una cordillera de sangre, traición, dagas, pólvora, muñones, gargüeros expuestos, niños interrumpidos en plena calle, madres en silencio y discursos sobre la paz.

Yo quisiera que los armenios, a los que se les niega hasta el derecho de estar muertos, volvieran, como un ejército de espectros, y nos contaran qué decían los turcos antes de matarlos y a quién vivaban antes de violarlas y cómo reían después de la faena. Espero a esos dos millones de armenios porque la resurrección de los asesinados es la única que me es dable imaginar.

Que vengan los niños sioux asesinados en 1890, en la masacre de Wounded Knee, y que me digan a qué sonaban esos rifles que los agujereaban y de qué color era la palidez de sus madres caídas para siempre. Mejor: que vengan los dos millones de indios ancestrales que los colonos estadounidenses exterminaron como si fueran búfalos (a los que mataron, dicho sea de paso, en número de 15 millones).

Que me cuenten los conquistadores cómo cosecharon tanta muerte en las Américas y que Ana Frank vuelva a decirme qué asunto delicado es eso de vivir (y morir) a un paso de la muerte.

Que vengan los dos millones de muertos vietnamitas y los otros dos millones de muertos camboyanos a contarnos, con lujo de detalles, cómo es que llovía gelatina incandescente de los aviones norteamericanos y cómo fue que en Camboya  de esa hoguera infernal nació la rabia homicida de Pol Pot.

Que un desfile sin término de muertos nos explique lo que pasó en la DINA chilena, la ESMA argentina y el SIN peruano. Y que hablen también el cadáver del cubano general Arnaldo Ochoa y las víctimas de Roberto Mario Santucho, Abimael  Guzmán y el frente Farabundo Martí.

Que la muerte nos hable para entender mejor qué mamífero tenaz es el que nos habita, qué bestia atroz cargamos todos, qué fariseo resulta adoptar el punto de vista del poder. Que los pulverizados de Hiroshima y Nagasaki reúnan sus dispersas semillas para poder decirnos en qué consistió ese segundo de combustión solar que acabó con todo lo acabable.

Es cierto que hubo Bach y Satie y habrá otros Dylan Thomas y más de una Magritte. Y es cierto que la bondad está en todas partes haciendo, con discreción, lo suyo.

Pero yo hablaba de la historia, esa reunión de asesinos y sus víctimas. Y hablaba de los que se horrorizan por el caso del descuartizador pero no dicen nada por el salvaje de los Colina y hasta votarían por el regreso de los Montesinos y las Keikos. Los que cortaron este país en pedacitos.

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