Podre que viene de lejos

César Hildebrandt

Releo cosas de Emilio Ro­mero, Alfonso Quiroz, Basadre. Trato de encon­trar la raíz, el gen maldi­to. ¿Por qué estamos tan podridos? ¿De dónde nos viene la vocación por el fango?

La respuesta más probable es que fue la república la que hizo posible que lo que había sido anecdótico se convir­tiera en un mal crónico.

No hay trazos de corrupción en las culturas precolombinas y menos en el siglo y medio de hegemonía incaica. Y la corrupción en la colonia fue constan­temente combatida desde España, con relativo éxito. El juicio de residencia al que era sometido el virrey que dejaba de serlo era algo de temer y funcionaba como disuasivo.

Nuestra independencia de España fue la conquista de un ejército manda­do por dos sucesivos extranjeros -uno argentino y el otro grancolombiano- y una marina igualmente extraña al mando de dos británicos: Cochrane y Guisse.

Los criollos, herederos de las 300 familias que dominaban la agricultura de la costa, secuestraron la república en la que no habían creído y la hicieron bolsa, botín y patrimonio.

Entre los primeros decretos impues­tos por el protector San Martín y el dictador Bolívar estuvo el de amenazar con la pena de muerte a los asaltantes de los fondos públicos. Y no importa lo que diga el chauvinismo de oropel: nuestro primer presidente -nombrado por el Congreso tras la destitución de la junta encabezada por La Mar- fue un traidor que, al momento de asumir Torre Tagle, había establecido contac­tos con el aún vigente ejército realista.

De esos miasmas venimos. La re­pública despreció tanto al indio que, según narra Emilio Romero, derogó en 1826 una ley colonial por la que se castigaba tributariamente el abandono de tierras de cultivo por parte de los hacendados. En algunos aspectos, la colonia trató mejor a los pobres rura­les del Perú que lo que hizo por ellos la naciente república.

El 21 de noviembre de 1821 el gene­ralísimo José de San Martín impulsó un decreto para premiar con tierras confiscadas a españoles a los jefes del ejército independentista. ¡Y esto que faltaban tres años para la batalla de Ayacucho!

La repartija sanmartiniana nos la cuenta Romero: “Aparece que la ha­cienda Caucato de Pisco, tasada en 400,000 pesos, se regaló a don Juan García del Río, al Mariscal de Campo Juan Antonio Álvarez de Arenales, al coronel Juan Manuel Borgoño, al co­ronel Tomás Heres, al coronel Guiller­mo Miller, al coronel Diego Paroissien, al Intendente Gregorio Lemusa y al coronel Ramón Antonio Deza, más o menos 25,000 pesos por cabeza…”. No peleaban gratis nuestros libertadores.

En diciembre de 1847 el presidente Ramón Castilla dio el primer decreto de la consolidación, gracias al cual se reconocían supuestas deudas que te­nía el Estado para con los que habían luchado por la independencia y habían dado dinero, fincas, joyas o lo que fue­re. ¡El gran Castilla dio inicio al mayor saqueo autoinfligido de la república!  Cómo se probaban esas deudas? No se necesitaba prueba alguna: bastaba la declaración jurada de “testigos”. Al 30 de octubre de 1852 -ya con José Rufi­no Echenique, padre ancestral del latroci­nio como hábito, en la presidencia- esas acreencias tramposas, sigue diciéndonos Romero, llegaron a más de 19 mi­llones de pesos. Muchas de las fortunas extravagantes de la república surgie­ron de ese dolo. Del mismo modo que otros patrimonios se decuplicaron con el negociado del guano. Romero esti­pula que en los cuatro años del gobier­no del ladrón Echenique el guano rin­dió 73 millones de pesos pero que en el Presupuesto General de la República sólo figuraron 8 millones (es decir, dos cada año). ¿Se imaginan a qué nivel de inmundicia habíamos llegado?

Junto todos estos datos para recor­dar en estas breves líneas lo que hemos sido. Esta podre vie­ne de lejos y no po­demos fingir ahora ningún asombro. He­rederos somos de un país a medio hacer, de una nación defor­me, de una anarquía persecutoria y de una propensión por la in­famia expresada lar­gamente en nuestra historia. Reelegimos a gentuza, perdona­mos lo imperdona­ble, avalamos abu­sos, silbamos mientras nos roban y pensamos -oh consuelo- en que sí vamos a estar en el próximo Mundial. Produjimos a Fujimori y le dimos a su hija el manejo de la casa de las leyes. ¿Hay países con retardo mental? Po­dría ser. Es asunto de que la ciencia haga su trabajo.

No puede asombrarnos que la mu­gre haya hecho metástasis y que haya dominado al Consejo Nacional de la Magistratura y al Poder Judicial. Lo que debería sorprendernos y reconfor­tarnos es que todavía haya fiscales y jueces como los que han protagoniza­do el descubrimiento de estas conver­saciones vergonzosas.

Digámoslo claro: tenemos un presi­dente de emergencia porque el anterior era un pillo en trance de jubilación; padecemos un Congreso dominado por un partido mafioso nacido de una organización criminal liderada por al­guien que, después de huir del país, quiso ser senador japonés; Hinostroza Pariachi no es una excepción sino el promedio -con antifaz y pata de ca­bra- del poder que decide quién debe ir a la cárcel; la ONPE no garantiza nada; el Tribunal Constitucional emi­te sentencias con tachaduras de liquid paper… ¿Sigo? Ah, es cierto: la gran prensa está interesada en los negocios y los intelectuales hace tiempo que abandonaron la lucha.

Hemos tocado fondo. Necesitamos refundarnos. Dudo mucho que poda­mos hacerlo. Alguna apatía maligna, alguna mosca tse tse, alguna entreten­ción de multitudes nos hará olvidar pronto el deber de limpiar el país que amamos y que nos devora.

Fuente: “HILDEBRANDT EN SUS TRECE” N° 405, 13JUL18, p.12

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