Bedoya Reyes

César Hildebrandt

Simpático Luis Bedoya Reyes. Encantador. Conmovedor. Tiene 100 años y lorea como siempre.

Y no robó. Eso también importa. Mucho. Ahora, más que nunca.

Estudió austeramente en el Guadalupe y en San Marcos. Fue hechu­ra de la clase media limeña, esa que hoy, maltratada tanáticamente por quienes simulan gobernar, se dedica a sobrevivir y a adaptarse a la barbarie.

Nadie piensa vivir hasta los cien años. La vejez no es un lento atar­decer, como dicen los huachafos. La vejez es un naufragio, como escribió De Gaulle en sus memorias militares.

Pero he aquí que de esa nave ladea­da en la proximidad de un roquerío y de esa tormenta poderosa, emerge Luis Bedoya Reyes, con el mismo per­fil de pirata de toda la vida, con el humor que fue su antídoto y con una sintaxis oral que de­muestra que su cerebro es un milagro de la irrigación.

Yo lo escucho ahora, ro­deado de cien comensales que dicen celebrarlo, y lo recuerdo en su estudio del centro de Lima, donde me concedió por lo menos una decena de entrevistas. Siem­pre tuve la impresión de que se excedía en los circunlo­quios y que ahumaba sus de­cires para que nadie pudiera descifrarlos cabalmente. El misterio era su negocio, mismo Ellery Queen. El misterio sirve a veces para abrirse a todos los pactos del futuro.

Fue siempre un conservador, pero empezó como socialcristiano al estilo Adenauer. La verdad sea dicha: cuando entendió que en la Democracia Cristiana de Héctor Cornejo Chávez ya no tenía cabida fundó, en 1966 y con el financiamiento de los pesqueros capi­taneados por Luis Banchero, el Partido Popular Cristiano. Eso sucedió en una suite del por entonces pituquísimo ho­tel Crillón y el suceso lo registró, para las historietas de los amoríos políticos impropios, el fotógrafo Humberto Romaní, de las filas de la revista “Oiga”. Fue el parto anchovetero más importante de esos años. Para muchos, esa era la derecha moderna que el Perú necesitaba.

Luis Bedoya fue el último auténti­co alcalde que tuvo Lima. Y cuando no había cumplido los 50 años y se perfilaba como un posible sucesor del belaundismo gótico, del que había sido socio menor, llegó el golpe y militar que impuso doce años de receso democrático.

Ese paréntesis fue fatal para Bedoya Reyes. Al regresar al regresar al hábito de las elecciones quinquenales, el pueblo prefirió la neblina centrista del belaundismo al programa programáticamente derechoso del exalcalde. Y lo mismo pasó en 1985, cuando el Perú eligió al que sería el Jesse James de nuestra política.

Total, que Bedoya terminó perdiendo la alcaldía de Lima ante Jorge del Castillo, primero, y haciendo de comparsa ilustre de Mario Vargas Llosa en aquel Frente Democrático que parecía la orquesta de cámara de Mont Pelerin, después.

Tras eso vino el retiro obligado y el virtual ostracismo. Dicen que fue un gran político. No tanto. Fue un magní­fico abogado con aspiraciones de po­lítico. Creyó que los partidos pueden construirse desde un bufete. Supuso que sus grandes clientes empresariales lo ayudarían a ganar las elecciones. Fue medalla de bronce casi siempre. Y del PPC, me atrevo a asegurarlo, no queda­rá nada sino especialistas en derrota, maledicentes crónicos, parlanchines que venden jarabes en desuso.

Eso no le quita dignidad a Bedoya Reyes. Tan sólo registra el fracaso de su vida pública. De allí el tono melan­cólico de su mensaje. De allí, quizá, su tardía apuesta por la clase media. Porque hay que decirlo: el PPC terminó siendo el partido de esa clase domi­nante que cholea, saquea y llama a los militares cuando las papas queman. Si Bedoya hubiese sido el representante de las clases medias, entendidas como depositarías de valores, ilustración y movilidad social, el Perú sería distinto. No fue así, fatalmente. Y hoy, en manos de turbas y políticos enmugrados, con­vencidos de que somos el país cocinero más emprendedor del planeta, vamos camino a ser Roma, la de Cuarón.

Mi homenaje al personaje que es Luis Bedoya Reyes. Mi pena porque no pudo ser lo que alguna vez se pro­puso. Su éxito nos habría hecho mu­cho bien. Su fracaso es el nuestro.

Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N° 433, 22/02/2019 p.9

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