Resetear el Perú

César Hildebrandt

Según encuesta de CPI publicada en Gestión”, el 64 % de los ciu­dadanos que van a votar en abril dice estar “poco informado” so­bre los candidatos presidenciales mientras que el 27,9 % admite estar “nada informado”. Las cifras son depre­sivas y dan una idea del nuevo gran fracaso al que nos asomamos masiva y conscientemen­te. Y por si acaso, la culpa no es de la pan­demia ni de la cuarentena ni de la crisis económica. La culpa -si la hay- pertene­ce a la implosión cívica, cultural, moral y social que el Perú sufrió en las últimas décadas y que terminó con la partidocracia, los debates sobre el largo plazo y la preocupación por el futuro.

A la gente -así, en general, aunque se moleste la progresía- le interesa muy poco quién diablos gobernará este país del demonio. No es desdén: es prescindencia. Mucha de esa gente no se sien­te parte de una nación sino de un clan. Desde esa perspectiva, el Perú sería una suma de intereses anárquicos, un ar­chipiélago descosido, una federación de egoísmos irreconciliables.

¿Qué democracia puede construirse así? Bueno, una como la que tenemos: un simulacro.

¿Hay salida? Sí, pero no por ahora.

El túnel es largo y la luz del final no se ve por el momento. Tendremos este año un gobierno frágil, un congreso hecho pedazos, una repetición del mismo vinilo de la frustración en la vieja rocola del pa­triotismo barato. Nos esperan cinco años de vivir en la cornisa y de ser asaltados, frecuentemente, por el mal humor o el apetito corrupto de quienes se repartan Ejecutivo y Legislativo.

No somos un país. No somos una na­ción si por ella se entiende un mínimo de concertación de voluntades y propósitos justos.

Y vamos a celebrar, tachín tachán, el bicentenario de la nada. Bombos y platillos para 200 años de tiempo circular.

Nos llevará dos generaciones -si empeza­mos ahora- cambiar de rollo, esperar cosas distintas.

Pero para devolvernos la esperanza tene­mos que ser humildes y reconocer lo que so­mos.

Somos, en primer lugar, un país donde los bribones se han apoderado de buena parte de la política. Aunque los libertarios se molesten, se impone una reforma puritana de la ley de partidos, un cambio que introduzca requi­sitos que los Pepe Luna no puedan driblear, una censura que haga de la política una cima meritocrática.

En segundo lugar, somos un país que, con su desidia, alienta el crimen del narcotráfico. Es hora de decirlo y recuperar, por ejemplo, el territorio que hoy ocupa la República del Vraem, soberana, independiente y fundada por lo que queda de las hordas de Sendero. El dinero del narcotráfico ensucia la economía, la sociedad y lo que hoy llamamos, generosamente, “política”.

También tenemos el poder judicial más po­drido de la región. Son contados los jueces ci­viles que no están dispuestos a negociar una sentencia y son escasos los penales que no tienen por lo menos un par de fallos donde el dinero, la influencia o la amenaza jugaron su papel. Nadie ha podido con esta trinchera de la corrupción sistémica. Es hora de enfrentarla.

¿Debería insistir en el estado de nuestra educación, que ha generado nuestras patéti­cas pruebas PISA y el balbuceo ignaro que vi­mos hace poco en una encuesta entre jóvenes hecha por la televisión? ¿Debería mencionar, otra vez, lo poco que nos preocupamos por el sistema de salud, algo que hipócritamente “descubrimos” con la pandemia?

El capitalismo no puede ser esta selva im­pía donde los débiles tienen la suerte de las cebras o las gacelas. El bien común no pue­de ser una gracia opcional que entregan los poderosos sino una meta del modelo, la letra grande del contrato social.

También somos el país donde la desigualdad extrema, hoy más acen­tuada que nunca, se considera selecti­vamente darwiniana. No aprendemos que esos abismos traen, a la larga, brutales episodios de violencia.

El diagnóstico está claro aun para aquellos que no se atreven a llamar a las cosas por su nombre: vamos cami­no a ser un Estado fallido, una pesa­dilla recurrente en la que se cae en los mismos hoyos y se tropieza con pie­dras semejantes.

¿Qué tendría que pasar para empe­zar a detener este deterioro terminal?

Si tuviéramos, como entidad nacio­nal, el sistema inmunológico alerta, quizá haríamos lo siguiente:

1) Crearíamos una corriente de opinión tan extendida que podríamos exigir a los candidatos de una próxi­ma elección su compromiso, público y casi notarial, con las reformas radicales que el país demanda.

2) Acordaríamos una tregua político-partidaria de por lo menos una déca­da para empezar la tarea de la refunda­ción. Esta paz impuesta no descartaría las tareas de fiscalización al gobierno multipartidario votado en las urnas.

Seguramente deliro. No importa. Prefiero soñar con la regeneración que ponerme a silbar un valsecito.

Y fíjense que no he hablado de con­servadores de misal o izquierdistas de mimeógrafo. La reconstrucción del Perú no pasa por ideologías reduccionistas. El socialismo del futuro -inevitable, salido de la crisis de la alimentación, del agua y de los de­más recursos finitos- será verde, humanista, ancho y de todos.

Posdata.- Lamento la muerte de Luis Be­doya Reyes, que no habría sido un gran presidente como dicen quienes no vota­ron por él. Bedoya fue la encarnación de una derecha que se pretendía moderna pero que estaba firmemente anclada en el civilismo original. En todo caso, el exal­calde de Lima sí fue un líder y una figura.

Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N° 531 del 19/03/2021 p09

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