Canadá: Genocidio fundacional

Daniel Espinoza

El día de Canadá –celebrado el primero de julio de cada año– se ha convertido en un acto de contrición nacional. El descubrimiento de nuevas fosas comunes en las inmediaciones de antiguos orfanatos católicos ha vuelto a colocar a los canadienses ante la versión más cruel de su historia, una que les resulta difícil reconocer como propia: su país también se fundó sobre la aniquilación, consciente y deliberada, de una cultura y un pueblo originarios. Los hallazgos recientes –tumbas sin nombre en las que se arrojaron los cuerpos de niños indígenas muertos a causa del descuido, cuando no del abuso– nos remiten a uno de los capítulos negros de una larga historia de racismo institucionalizado, pero no el único.

Ya en junio de 2019, y luego de varios años de investigaciones, la Comisión para la Desaparición y Asesinato de Mujeres y Niñas Indígenas de Canadá había llegado a la conclusión inevitable: el Estado era responsable por el genocidio, aún en curso, de la población indígena. El proceso de exterminación física y cultural fue lento y estuvo exento de grandes masacres, pero no por ello fue menos eficaz que el método estadounidense, más violento y mejor conocido.

A la sazón, el veredicto de los investigadores de la violencia contra mujeres y niñas indígenas fue el siguiente: Canadá debe embarcarse en un proceso de “descolonización de todas las facetas de (su) sociedad”.

ZOOLÓGICOS HUMANOS

La jerarquía racial era un asunto de crucial importancia para el occidental decimonónico. Resaltar las diferencias fenotípicas y culturales entre los distintos pueblos era una de las formas predilectas de reafirmación de una alegada supremacía. Varios siglos atrás, una minoría de origen europeo se había dado a sí misma un lugar predominante entre las “razas” humanas: el resto eran biológicamente inferiores y habrían de beneficiarse de la influencia “civilizadora” de Occidente.

No era inusual –para el europeo de aquellos tiempos– reafirmar la supuesta inferioridad ajena asistiendo al espectáculo de los zoológicos humanos, que perduraron hasta bien entrado el siglo XX, desde Londres hasta Ontario. En enormes jaulas preparadas para verse como tupidas junglas africanas o amazónicas, el “salvaje” era caricaturizado y deshumanizado para el disfrute de toda la familia. Así, presentando a estos seres humanos como bestias exóticas aún por domar, se confirmaba el enorme “favor” que el proceso de colonización en curso le hacía al desgraciado bárbaro, extraviado hasta la llegada del blanco.

Pigmeos eran sacados de África con falsas promesas y llevados a ferias en Estados Unidos y Canadá, donde eran exhibidos con cuidado: había que ocultar cualquier indicio de la sabiduría de sus chamanes, del talento de sus artesanos y del genio detrás de sus milenarias costumbres –o cualquier otra forma de cultura y humanidad–. Había que realzar, por el contrario, todo lo que oliera a brutalidad prehistórica. Familias enteras de nativos amazónicos cruzaban el Atlántico en barco para llevar a cabo tortuosas y humillantes giras europeas de las que solo regresaba viva una fracción.

Para los visitantes de las ferias y los circos de la civilización no había más homo sapiens que el europeo, e incluso entonces, el europeo del norte. El resto de la especie debía acomodarse en las ramas evolutivas inferiores y subordinadas. Incluso se consideraba que muchas de las estirpes exhibidas en estos zoológicos –a veces en pequeñas e inhóspitas celdas y en compañía de animales silvestres– se encontraban totalmente incapacitadas para la vida civilizada.

MATABAN PARA ROBAR

La destrucción de las comunidades indígenas de las praderas norteamericanas –con su forma particular de vida y entendimiento del mundo– también significó la conveniente extinción de todo trato gubernamental contraído con sus miembros en el pasado. Para hacerse de las ricas tierras del Oeste, habitadas desde tiempos inmemoriales por los pueblos originarios, las potencias coloniales se habían dedicado a firmar acuerdos que jamás honraban.

Esa era la “civilización” que venía en los barcos europeos, una en la que los hombres no tenían palabra; una que conocía la escritura, pero no daba importancia a lo firmado en el papel ni siquiera cuando venía del puño y letra de sus monarcas y representantes. Los criollos que crearon luego los Estados norteamericanos siguieron ese ejemplo al pie de la letra.

El gobierno de Canadá, incapaz de llevar a cabo grandes guerras contra los indios al oeste de su territorio, vio en el sistema de internados forzosos una forma eficiente y relativamente barata de diluir la influencia indígena sobre la tierra que ambicionaban. Había que destruir la cultura autóctona, pues esta –además de ocupar espacio– sostenía una cosmovisión opuesta a la lotización y repartición individual de la tierra, así como a la explotación y comercialización de todo lo que ella contuviera o pudiera ver brotar.

Obligar a los indígenas a someter a sus niños al gobierno de Canadá, que los internaba en orfanatos donde se les enseñaba que su cultura era herética y endemoniada, era un paso crucial en este esfuerzo de apropiación. En los internados, los niños eran golpeados por hablar en sus idiomas nativos, recibiendo muy poco a cambio: el nivel de la educación era considerablemente inferior al ofrecido a los niños de ascendencia europea y, a partir de cierta edad, los menores debían trabajar para costear los gastos de las instituciones que los alojaban.

Lo que muchos sobrevivientes de estos orfanatos recuerdan con mayor intensidad es el hambre. Como detalla la comisión de la verdad que en 2015 se dedicó a investigar específicamente estos hechos, la desnutrición –que iba a mano con una tasa de mortalidad mucho más alta que la observada en instituciones para niños “civilizados”– era un asunto perfectamente conocido por las autoridades a cargo. Las décadas pasaban y se reconocía la grave carencia, pero nunca se hizo nada para remediarla. En los peores casos, los niños debían suplementar su dieta cazando roedores.

La tuberculosis y las epidemias de enfermedades respiratorias multiplicaban el dolor ante la mirada inmisericorde del gobierno, que condenaba así a miles de niños a una vida precaria e indigna. Si intentaban escapar –en muchos casos a causa del hambre y de la soledad–, además de recibir los golpes de rigor, eran encadenados a sus camas.

Muchos volvían a sus padres solo para morir poco después debido al estrés emocional, el abandono y la desnutrición. Otros morían durante su estadía en estos centros de reclusión y sus cuerpos no eran enviados a sus familias, que en algunos casos ni siquiera se enteraban del destino trágico de sus hijos. Lo que calculó la comisión de la verdad mencionada en el párrafo anterior fue que unos seis mil niños murieron en situaciones poco claras y fueron enterrados de manera clandestina.

El exceso de mortalidad en estas instituciones, producto de la negligencia criminal y deliberada del gobierno canadiense, con toda seguridad produjo mucho más muerte y sufrimiento que el contabilizado. Duncan C. Scott, viceministro de Asuntos Indios de Canadá, confesó en 1913 : “el cincuenta por ciento de los niños que pasan por estas escuelas no sobreviven para beneficiarse de la educación recibida en ellos”.

La comisión de 2015 dice explícitamente que el gobierno entendía el sistema de internados como una estrategia para “ganar control de las tierras aborígenes”. Jamás existió una intención real de beneficiar a las criaturas sujetas a sus dictámenes. Una de las maniobras más crueles consistió en llevar estos internados lo suficientemente lejos de las comunidades nativas como para que los padres rara vez pudieran visitar a sus hijos, de manera que no pudiesen “retrasar el proceso civilizatorio”. «Una de las maniobras más crueles consistió en llevar estos internados lo suficientemente lejos de las comunidades nativas como para que los padres rara vez pudieran visitar a sus hijos, de manera que no pudiesen ‘retrasar el proceso civilizatorio'»

“Cuando la escuela se encuentra en la reserva –dijo en 1883 el Primer Ministro canadiense John Macdonald–, el niño vive con sus padres que son salvajes; está rodeado de salvajes y a pesar de que pueda aprender a leer y escribir, sus hábitos, aprendizaje y forma de pensar son indios. Simplemente es un salvaje que puede leer y escribir”.

Los niños debían crecer convencidos de la inferioridad y del salvajismo de sus padres y abuelos, cuya barbarie no tenía tanto que ver, como vemos, con la capacidad de leer y escribir: su barbarie se encontraba en su forma de pensar y vivir, en cómo entendían la relación entre los hombres y el mundo.

Las huellas del colonialismo siguen marcando la piel del indígena americano hasta el día de hoy. Aunque la esterilización forzosa –otra de las herramientas coloniales sobre las que se sostienen los regímenes racistas– vio su pico a principios de la década del 70 del siglo XX, la práctica continuó hasta hace unos años en ciertas zonas remotas del país. Simultáneamente, además, entre las décadas del 60 y 80 del mismo siglo, miles de niños indígenas fueron sacados de sus familias, no ya para integrarse a internados, que empezaron a cerrar por esos años, sino para ser entregados –o vendidos– a parejas blancas, otra forma eficiente de extirparles su cultura y tradiciones.

El presente no augura cambios sustanciales en ausencia de una mayor toma de consciencia pública y global. Basta con observar lo que sucede en nuestros días en la frontera sur de Estados Unidos, donde miles de niños latinoamericanos –de origen indígena, en su mayoría– relataron haber sido víctimas de abusos sexuales mientras se encontraban bajo el cuidado de la policía migratoria, recluidos en jaulas hacinadas. Ese escándalo no sucedió hace cincuenta o cien años, sino en 2019 –y casi nadie se enteró–.

Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N°547, del 09/07/2021  p20

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