Perú: Soñemos como Paulet

Juan Manuel Robles

Qué grata sorpresa ha sido ver a Pedro Paulet en el billete de cien nuevos soles. Su aparición solo se compara, en mi memoria sentimental, a la del billete que salió a principios de los noventa con el rostro de José Quiñones (de diez soles), un héroe militar pero también y, sobre todo, un aviador acróbata, que en plena guerra dibujó en el cielo su última curva de piloto experto y kamikaze inmortal (y cómo olvidar la ilustración de atrás: un avión de cabeza detenido en el aire, lleno de magia inmóvil). Este tipo de billetes provocan la curiosidad infantil de los primeros objetos, te hacen querer saber más sobre una cara y una vida. El de Pedro Paulet se me hace noble e inspirador. Porque celebra una mente brillante que no tuvo el premio de la consagración absoluta; al contrario, su proeza nunca pudo ser reconocida. Es un homenaje al precursor de un futuro asombroso que él no vio. Y sí, es bueno que nos veamos en ese espejo.

Pedro Paulet, cuyo nombre podemos recordar hoy gracias a la publicidad involuntaria de la academia militarizada que lleva su nombre, fue un niño brillante que leyó a Julio Verne y quiso diseñar la nave fantástica que llevaría al hombre a la Luna. Y suena a ilusión recurrente pero no tanto si consideramos que Paulet nació en 1874, en Arequipa. Se sabe que tenía muy pocos recursos y llegó a la universidad gracias a que su talento extraordinario asombró al jurado de admisión. Se sabe que, también por su talento y los oficios de un sacerdote que lo apadrinó, obtuvo una beca para estudiar en La Sorbona de París.

Fue allí donde ocurrió la magia. Paulet quería hacer cohetes capaces de llegar al espacio. Pero supo pronto que para eso necesitaba un motor que no funcionara con combustión convencional. ¿Qué elementos necesitaba? Pues para saberlo no bastaba la mecánica: se puso a estudiar en el Instituto de Química de La Sorbona, donde tuvo de maestro a un tal Pierre Curie. Dicen que al peruano sus compañeros lo llamaban “el sabio”, pues era extraordinario y lúcido, aunque eso no evitó que, en su búsqueda por la combustión ideal, causara una explosión que le reventó el tímpano (y le provocó problemas con la Policía).

La vida de Paulet está llena de vacíos y faltas de documentación —como suele ocurrir en el Perú—. Sabemos mucho por el trabajo del investigador Álvaro Mejía, que desde hace años prepara un documental acerca del científico peruano, y que ha ido difundiendo su historia (el reconocimiento del billete es resultado, en gran parte, de sus valiosas divulgaciones).

El hecho es que Paulet logró desarrollar un diseño de avión-cohete que funcionaba con combustible líquido. Y lo hizo en 1902. Para la historia quedan los planos y los dibujos de este hermoso prototipo, que nunca se llegó a concretar, tal vez porque la idea se le ocurrió muy temprano, cuando el mundo andaba ocupado en la magia del automóvil. Veinticinco años después de su proyecto, Paulet, ya metido en otros asuntos, se enteró de que científicos de Alemania —la gran potencia militar y tecnológica de la época— habían construido un avión cohete… pero usando pólvora.

Es aquí donde el relato entra en controversia y se llena de zonas grises: Paulet quiso advertirle a la comunidad científica que ese avión él ya lo había diseñado veinte años atrás, y que el suyo era mejor (pues usaba combustible líquido). La historia no confirmada (pero muy plausible) es esta: los alemanes prestaron atención al diseño de Paulet —su modelo resolvía el problema del combustible— y se inspiraron en eso para crear misiles, que después usaron en la Segunda Guerra Mundial. Una vez derrotados los nazis, sus mejores científicos, captados por Estados Unidos, terminaron usando ese principio en el Programa Apolo, que terminó llevando al hombre a la Luna. De hecho, Wernher von Braun, el director alemán del programa espacial de la NASA, confirmó esta historia y ha dicho que Paulet debería considerarse “un pionero del motor a propulsión con combustible líquido”.

Sin embargo, su lugar como precursor aeroespacial no se le reconoce todavía. Recién empezamos a saber de él. Mejía, el documentalista, ha declarado que la primera vez que supo de Paulet fue en un foro web de Argentina.

Y yo no dejo de pensar que esa es la historia emblema que necesitamos en estos días. Que nos viene bien ese ejemplo a imitar, ese ímpetu obstinado, que no pierde el compromiso —ni las ganas—. Que sueña muy alto para el mundo, así nadie escuche al principio (o nunca). Cumplimos 200 años de vida independiente y nos domina el consenso general de que no vale la pena tratar nuevas soluciones, de que los paradigmas ya fueron escritos por hombres mejor educados y con mejores influencias, en otras tierras, en ciudades lejanas. “No trates de inventar la pólvora”, dice el lugar común de los técnicos sabelotodo.

Pero fue precisamente eso lo que hizo Paulet: inventar la pólvora: o, lo que es lo mismo, reemplazarla por algo que funcionara más allá de los confines de la atmósfera, donde no hay oxígeno para la combustión. Fue una obsesión, un sueño bellísimo que por desgracia no encontró eco. Como tampoco pudo concretarse su idea de crear una industria aeronáutica sudamericana, o su proyecto de construir aviones-cohete en el Perú, o esa laguna artificial que usaría el cauce del río Rímac, y que se usaría para la llegada y salida de hidroaviones.

En estos tiempos de mediocridades, qué bien nos sentaría sembrar a Paulet en más y más mentes.

La pandemia mundial ha sido solo un aviso: se viene un mundo de fenómenos climáticos no vistos; se vienen cambios en aire, mar y suelos. Fenómenos en el cielo gigante y en el universo microscópico. Se vienen virus y plagas. Nuestro país es vulnerable y precario. Necesitamos como nunca hombres y mujeres que imaginen con un pie en el Perú y otro en el mundo. Científicos, ingenieros, arquitectos, físicos. También, por supuesto, estrategas sociales que esbocen modelos alternativos. Se viene la revisión del consumismo como depredador salvaje (y esto es verdad no importa la posición política que tengamos). Se viene un tiempo en que innovar no será esa operación individualista para salvarse, típica de la “innovación” corporativa —de la que hablan los charlatanes de la autoayuda—, sino una forma de supervivencia colectiva.

Paulet era de esos científicos que tienen habilidad para dibujar —como el español Ramón y Cajal, padre de la neurociencia—. Eso, a veces, ayuda. Al recordarlo, me gusta imaginar así a los peruanos del bicentenario: boceteando en un papel ideas grandiosas, llenos de urgencia.

Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N°550, del 30/07/2021  p13

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