Perú: Mejor Castillo que el horror

Juan Manuel Robles

Por supuesto que me opongo a la vacancia o a que Castillo renuncie bajo presión, o a ayudar de alguna forma a que salga expectorado como si hubiese motivos reales —más allá de la histeria—. Eso no quiere decir que defienda al presidente o que su gestión me genere algún entusiasmo. Castillo pasó rápidamente de ser una esperanza a ser una carga. Nos pesa Castillo, cómo negarlo. Tal vez nos pesa más a quienes nos esperanzamos en él, en su épica marcha por los maestros del Perú, en su posible capacidad de leer el momento histórico, en la fuerza de su ala radical, en el impulso de los cambios que ya tocaban.

Hay poco que decir en favor de un presidente que no tiene aplomo ni liderazgo ni grandeza ni rebeldía, un híbrido raro que perpetúa mansamente el modelo de quienes tratan de liquidarlo veinticuatro horas al día, un luchador sindical devenido en continuador del fujimorismo y su legado más grande: la economía no de la informalidad sino de la legalidad criolla, la de las licitaciones amargas, y del rufianismo como única vía de ascenso social para los pobres.

Todo eso es cierto. Y sin embargo, me opongo rotundamente a su salida, por dos razones.

La primera: lo que está al frente es —sigue siendo— mucho peor. Lo que está al frente es Maricarmen Alva y su racismo gamonal, su ánimo de petardear la democracia desde el primer día, su corazón conspirador golpista y esa lampa que se volvió fúnebre. Lo que está al frente es Adriana Tudela, que en cada intervención nos recuerda que su padre no bailó el Ritmo del Chino por una deuda de vida al presidente que lo salvó de morir en la operación Chavín de Huántar (como algunos ingenuos creímos) sino que él era —como ella ahora— la encarnación de una estirpe que se prestó con gusto a ser el brazo aristocrático del pinochetismo peruano. Lo que está al frente es Alejandro Cavero hablando estupideces: ya saben, “gobierno comunista”, blablablá.

Lo que está al frente es Rosángella Barbarán: terruquera, negacionista de los crímenes de Fujimori padre, leal a Fujimori hija, una joven tan adoctrinada en el fanatismo neoliberal naranja que, siendo afroperuana, se reúne con los parlamentarios de Vox de España, esos arquitectos de políticas racistas —que rechazan a los migrantes oscuros y en cambio abren los brazos para los ucranianos—. Barbarán la del extraño caso de las “pintas” de la hoz y el martillo dejadas por supuestos manifestantes en las marchas de noviembre del 2020, la que contrató a una asesora que —según el extesorero de Fuerza Popular— quemó pruebas contra Keiko. Lo que está al frente es Patricia Chirinos, que viaja a Estados Unidos a decir que nuestra economía está tomada por el comunismo y llama a Castillo el “ocupante de Palacio”. Es Ernesto Bustamante, alias Doctor Pichi, que calificó de agua destilada a la vacuna contra el Covid-19, disuadiendo a la gente de inmunizarse en el mismísimo comienzo de la vacunación. Es Jorge Montoya, muy valiente pero solo en la tina, que ha dicho que quiere sangre, lo que da risa pero también nos recuerda que en el Perú muchos uniformados pidieron sangre con ese ímpetu, y la encontraron, por supuesto: la de otros peruanos débiles, sus víctimas.

Lo que está al frente es una marabunta con la inteligencia emocional de preadolescentes matones. Es Luz Salgado en calidad de “veterana” consejera: exasistente de la cámara oculta de Vladimiro Montesinos, el extorsionador criminal, el cabecilla de la mafia de Fujimori. Seamos claros: aquí Castillo no es el mono con metralleta. Castillo es —ya está claro— un piloto automático con un entorno que tiene ganas de chorreo (del feo). Es la manada o enjambre que está al frente la que tiene un arma de incalculable valor: la posibilidad de hacer leyes y modificar la Constitución cuando les da la gana. De jugar, literalmente, con nuestro futuro. No quiero ni imaginar el poder que adquirirían si se tumbaran al presidente.

¿Son ellos los que acusan al mandatario de petardear la institucionalidad? ¿Ellos? Con sus atribuciones legislativas y sus pocos escrúpulos, pueden modificar poco a poco las bases de nuestro sistema: enmienda mañosa aquí, derogación caleta allá, interpretación auténtica de madrugada, a lo Torres Lara. Esos congresistas son hackers sin consciencia ni ética que pueden alterar el código y echar a perder muchas cosas que valen.

Lo que está al frente son ellos. Y su brazo cívico militante: Del Castillo, el cómplice eterno de Alan García, Lourdes Flores Nano —guionista principal, con leguleyadas asombrosas, de la película del “fraude”— y Vanya Thais, la atolondrada líder juvenil que aprovecha la ignorancia de su audiencia para decir tonterías, como eso de que el gobierno ahora es manejado por la embajada de Cuba.

Esa gente unida, sin contrapeso —aunque sea uno tan defectuoso y poco transparente como el que tenemos—, es una amenaza verdadera.

La segunda razón por la que no quiero que salga Castillo —ni con renuncia ni con adelanto de elecciones— es más práctica. Si sale Castillo, llegaríamos a la absurda cifra de seis presidentes en seis años. ¿Se imaginan? El efecto sería terrible, y me temo que no habría vuelta atrás. Esa tómbola de crisis y conspiraciones se volvería nuestro “sistema de gobierno”. Una suerte de Parlamentarismo histérico.

Lo peor es que la salida de Castillo se buscaría en pos de algo que suena bien pero sabemos que no ocurrirá: un nuevo presidente íntegro, con un entorno capaz e intachable, que traiga estabilidad y decencia. Ya tendríamos que tenerlo claro. Castillo no es un error ni una anomalía. Es el resultado esperable de la democracia peruana tal y como está. No es su exceso: es el monstruo que tocó ahora. Pudo ser López Aliaga. Podrá ser Chibolín. ¿Exagero? No. Somos el país de la hipérbole elevada a la hipérbole.

Por eso creo que necesitamos aguantar a este presidente (y también al parlamento). Hay que cortar el ciclo de vacancias y disoluciones, quitarnos la costumbre bárbara de sacar a un mandatario porque no nos gusta o es demasiado débil o muy lorna (o porque “Panorama” le saca algún documento “incriminatorio” marcado con resaltador y música de miedo). Hay que entender que la elección no es algo a lo que le podemos poner Control Z. Hay que bancarnos, maduramente, los cinco años. Tal vez así aprendamos, para la próxima, a votar mejor (dentro de lo que haya, claro, que no será mucho).

Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N°578, del 18/03/2022  p13

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