Perú: El fin de la historia
César Hildebrandt
No es posible seguir en este carnaval involuntario en el que todo asomo de lucidez ha abandonado al gobierno y toda vocación de posteridad se ha retirado del Congreso.
La solución pacífica es que el presidente de la república renuncie, tal como se lo pedimos hace muchas semanas, y que la vicepresidenta asuma un breve gobierno de transición que convoque a elecciones generales de Ejecutivo y Congreso.
Las encuestas coinciden: el repudio popular deslegitima a Castillo, remedo de presidente, y al conato de parlamento que también padecemos. No hay cómo sostener esta precariedad.
A no ser que alguien esté pensando en una intervención tanquista de las Fuerzas Armadas, nadie en sanidad mental puede desear que Castillo siga gobernando y que el Congreso, deseoso de conservar sus privilegios, continúe acompañándolo.
Pero el desenlace será un golpe militar del siglo pasado, de noche y con orugas, si Castillo sigue aferrándose al poder que no ha podido gestionar decentemente y si los congresistas se empeñan en mantener este balance de horror en el que pretenden anclar al país.
Necesitábamos un gobierno eficaz después de las averías económicas y sociales de la pandemia. Necesitábamos un gobierno extraordinariamente apto para enfrentar las previsibles consecuencias que tendría el conflicto ruso-ucraniano, que empezó el 24 de febrero sin que nadie del gobierno de Castillo nos preparase para lo que se venía.
A la crisis de la pandemia, que se comió no menos de cuatro puntos del PBI, se sumó la ruptura de la cadena mundial de suministros y el aumento, no por sobredemanda sino por infraoferta, de alimentos y fuentes de energía. Todo a la vez. Era como si Dios, para quienes creen en él, nos testeara con la tormenta perfecta: tras el Covid-19, la caída del escenario internacional tal como lo conocíamos.
Requeríamos de un líder que hiciera lo que hacen los líderes cuando vienen los grandes desafíos: tomar decisiones de emergencia, atenuar los costos sociales, dar esperanza y ofrecer salidas.
El señor Pedro Castillo es experto en decepcionar. Y esta vez tampoco defraudó a quienes lo han descrito como un desahuciado incompetente.
Su último acto ionesquiano fue borrar de la calle a la gente que podía incomodarlo con un decreto de toque de queda anunciado dos horas antes de su vigencia. El desacato de miles de ciudadanos, que salieron a las calles pidiendo la renuncia presidencial, obligó al señor Castillo a “derogar” el mandato que no se había obedecido. Un país surrealista como el nuestro no había conocido, sin embargo, episodios de tanta idiotez.
No es que carezcamos de un gobierno a la altura de las circunstancias. El gran problema es que no tenemos ni siquiera un gobierno. No es posible llamar “poder ejecutivo” a esta junta de irresponsables desnortados que encabeza un hombre que cita las autopistas de Hitler como ejemplo de planificación. No es decente llamar gobierno a este colectivo de gente que plagió tesis de sus falsos doctorados o que está en sus puestos y en sus Lexus porque así lo decidieron Shimabukuro o Cerrón.
Desde hace demasiado tiempo he venido sosteniendo que la renuncia de Castillo sería un gran servicio al país.
Es hora de añadir que la renuncia de Castillo es ahora, paradojalmente, una opción imperativa. La otra alternativa es la violencia, el caos, la ira que reúne a pueblo y turbas.
¿Por qué digo que es una opción imperativa? La respuesta puede ser dura, pero la asumo con dolor: es imposible esperar que Castillo haga las cosas bien. Su narcisismo le impide percatarse del tamaño de sus errores. Su ignorancia sobre la historia del Perú lo deja sin referentes ni aprendizajes. Sus malas compañías (Cerrón, sobre todo, que es su covid propio) lo arrastran al abismo. Sus deficiencias perceptivas le desfiguran el paisaje.
Este es el hombre que fue elegido, sin fraude ni mancha, presidente de la república y que nos salvó del hampa fujimorista que la derecha, terca como una mula, volvía a solventar. El antifujimorismo votó por él y el rechazo al neoliberalismo aburrido y farsante completó la tarea.
Muy bien, nos libramos de la peste rosa del keikismo y el alanismo enmascarado.
Ahora necesitamos librarnos de Castillo.
Si existe el divorcio salutífero, existe la disolución del vínculo electoral. En las democracias parlamentarias, las más sabias, eso se arregla en una tarde de caída de gobierno por decisión congresal y en la creación de nuevas alianzas y de un nuevo régimen a la mañana siguiente.
Sólo en el presidencialismo de estirpe monárquica se cree que los gobiernos tóxicos deben aceptarse con la misma resignación que, en el siglo XVIII, las católicas tenían que mostrar ante sus maridos dispersos.
Aun así, en el hiperpresidencialista imperio de los Estados Unidos el demócrata Andrew Johnson estuvo a un voto de ser destituido en 1868 –sus tensiones con el Congreso paralizaron su agenda–mientras que Bill Clinton fue dos veces sometido a un juicio político vergonzoso. Y todos recordamos qué pasó con Richard Nixon, que tuvo el tino de renunciar antes de que el Congreso lo sacara de la Casa Blanca.
La Constitución no puede ser la cárcel donde los peruanos languidezcan. En este país de abogados y leguleyos cargados de mala entraña y aliento a incisos, es hora de que la voluntad de la gente sea tomada en cuenta.
¿Es penoso que pueda terminar así un gobierno de origen popular? Por supuesto que sí. Es trágico que un gobierno de izquierda sea hoy este malestar, es terrible que la izquierda organizada no haya podido convencer a Castillo de hacer un gobierno mínimamente competente.
¿Ha habido una conspiración mediática en contra de Castillo? Claro que sí. Pero pregúntenle a Andrés Manuel López Obrador si no ha tenido que enfrentar al ejército de la prensa y la televisión derechista. Les dirá que sí, que lo ha hecho todos los días, en aguerridas conferencias de prensa. Y les dirá también que conserva el 66 % de respaldo popular tras cuatro años de gobierno y que está a punto de someter la permanencia de su régimen a un referéndum.
A Salvador Allende también le hicieron la vida imposible los momios de “El Mercurio” y su vasta guerrilla de medios escritos, televisuales y radiales. Pero aun en el marzo del año de su muerte, Allende ganaba elecciones.
No hay complot derechista que pueda destruir a un gobierno de veras respaldado por el pueblo. La derecha pronazi de Chile tuvo que bombardear La Moneda y forzar a Allende al suicidio para deshacerse de un gobierno que conservaba invicto su respaldo.
Ese no es el caso de Pedro Castillo.
Aquí la derecha no necesita de un milico salido de la Escuela de las Américas para terminar políticamente con Castillo. Ni siquiera “El Comercio” podrá jactarse de haberlo tumbado.
La tarea minuciosa de acabar con Castillo fue obra de él mismo. Cada día, a toda hora, con cada presencia, el señor presidente de la república nos demostró con entusiasmo la cortedad de sus alcances, el carácter letal de su nulidad, su pavorosa vocación por el desatino, el fantasmal argumentario con el que fraseaba su ininteligibilidad.
Es hora de decir, desde la dignidad de ciudadanos, que esto tiene que acabar.
Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N°581, del 08/04/2022 p12