USA: Aborto e hipocresía

Daniel Espinosa

De acuerdo con una encuesta realizada por Pew Research y publicada el pasado 13 de junio, el 61 % de los estadounidenses están de acuerdo con la legalidad del aborto “en todos o casi todos los casos”. En ese sentido, la polémica decisión de derogar “Roe vs. Wade”, el precedente legal que en EE.UU. protegía el derecho al aborto de manera federal –es decir, por encima de las leyes de cada Estado– no refleja preferencias mayoritarias.

Con esta decisión de la Corte Suprema estadounidense –copada de cristianos ultramontanos durante la presidencia de Donald Trump–, cada Estado podrá determinar las leyes relativas al aborto, ya no únicamente desde del segundo trimestre del embarazo y en adelante –como sucedía hasta antes de la revocación–, sino desde la misma concepción, figura que se ha convertido en el fetiche favorito del creciente fundamentalismo religioso.

El precedente judicial de “Roe vs. Wade” (1973) no legalizó el aborto a secas, en todos los casos y sin condiciones, sino solo el practicado durante las primeras 12 semanas de gestación. Lo que la gestante o los padres podían hacer inmediatamente después de ese periodo, durante el segundo trimestre, era regulado por cada Estado, pero bajo la condición de que la salud de la madre primara sobre cualquier otro factor. Lo que sucediera en el último trimestre quedó bajo la jurisdicción exclusiva de cada Estado.

Dicho esto, es necesario recalcar que la enorme mayoría de los abortos, en EE.UU., sucede dentro del primer trimestre. Como podemos leer en el “New York Times” (14/12/21): “…casi la mitad de los abortos sucede dentro de las primeras 6 semanas del embarazo y prácticamente todos durante el primer trimestre”.

Nuestras sociedades no necesitan experimentar con leyes que prohíban el aborto –como consideran quienes dicen que “ahora veremos” a qué Estados les va mejor con la revocación de “Roe vs. Wade”–. Ya tenemos experiencia más que suficiente en este asunto y sabemos qué pasará (ya está pasando): las mujeres que, en su fuero interno –ese que el fundamentalismo cristiano menospreció siempre–, decidan abortar, viajarán a los Estados que lo permitan. Las que gocen de medios económicos simplemente se acercarán a algún costoso doctor amigo.

Las menos favorecidas económicamente, en cambio, se verán forzadas a llevar a cabo sus embarazos, pariendo criaturas a las que probablemente no podrán dar una vida digna y a las que, sin lugar a dudas, el gobierno estadounidense abandonó hace mucho tiempo de la mano de políticas conservadoras. Otras morirán intentando abortar clandestinamente.

Y si acaso estas mujeres pobres –las verdaderas afectadas– pudieran viajar al Medio Oriente, se llevarían una amarga sorpresa: muchas naciones islámicas, incluyendo a la medieval Arabia Saudí, regulan el aborto de manera más laxa que lo que desean instaurar las autoridades de los Estados más conservadores de EE.UU.

RENOVACIÓN CARCA

Cuando una mujer a la que se le impidió abortar legalmente muere desangrada en algún oscuro e insalubre cuchitril, el conservadurismo carca –como el que practica ese tipo balbuciente que quería que el dólar subiera a 6 soles “para que los pobres lo sientan”– ensaya varias respuestas muy cristianas, como “ella se lo buscó por irresponsable” o “¿quién la mandó a abortar?”.

Ambas respuestas son abiertamente brutales, así como banales por su grado de simplificación de un asunto sumamente complejo y grotescas en su desprecio por la vida. No hacen referencia a ninguna enseñanza cristiana.

Ese conservadurismo, el del político y el propagandista, detesta a todo prójimo que no sea parte de la tribu. Para comprobarlo están ahí los llamados a expulsar a todo inmigrante –mientras más oscuro, más lejos lo quieren–, los mítines para negarle cualquier derecho a los trans y homosexuales y los desfiles de antorchas con simbología colonial y mucho, mucho desprecio por lo autóctono. En suma, el conservadurismo es una gran familia en la que los prejuicios más mezquinos forman parte de un perverso sentido común.

¿Cómo es posible que naciones donde opera el fundamentalismo islámico tengan leyes para regular el aborto más laxas que las que hoy se están instalando en casi la mitad de Estados Unidos? Muy simple: siempre consideraron que la vida comienza cuando la mujer siente por primera vez la presencia de una nueva vida creciendo en su interior, lo que suele ocurrir entre las semanas dieciséis y veinte. Es lógico, pues hace no mucho tiempo se carecía de formas confiables de determinar si, en los primeros días y semanas, una mujer estaba embarazada o no. Lo que pasaba antes de esos primeros movimientos fetales –que en inglés llaman “quickening”– no era considerado moralmente repudiable o punible, tal como explicamos hace algunas semanas en esta columna (“Roe vs. Wade: el aborto en debate, 13/5/22).

En su decisión de 1973, los jueces que vieron el caso “Roe vs. Wade” reconocieron este precedente innegable: que antes del “quickening”, de los primeros movimientos fetales, lo que sucedía en el vientre de la mujer nunca fue considerado un crimen, ni fue regulado. Ya que la Constitución estadounidense explica con absoluta claridad que la ausencia de una codificación específica no es motivo para que se reduzcan o limiten los derechos de nadie, se estableció que los Estados no podrían prohibir el aborto, en las condiciones ya especificadas y considerando las varias etapas de la gestación. Esta imposibilidad histórica de saber de manera tempranísima y con certeza si una mujer estaba embarazada es la razón por la que aquí sostenemos que, hoy, la concepción se ha convertido en el fetiche del renovado conservadurismo.

Es en el instante de la concepción –imaginemos un espermatozoide fecundando un óvulo– cuando, según quienes quieren imponerle al mundo su dogma, el “alma” entra en el “bebé”. Sí, llaman “bebé” y hasta “niño” al óvulo recién fecundado. Esto denota falta de seriedad.

Pero también es una estrategia política burda y transparente: llamémosle “bebé”, “niño” o “persona” al óvulo recién fecundado, al cigoto, al feto en su más elemental etapa de formación, y luego usemos este absurdo para ganar control sobre todas esas mujeres que necesitan asistencia para poder planificar su vida familiar. ¿No es eso deshonestidad, mentira, tergiversación?, ¿acaso no hay diferencias fundamentales entre un bebé –o entre un feto en avanzado desarrollo– y ese óvulo recién fecundado o ese cigoto, diferencias que hacen completamente razonable y ético plantear políticas diferenciadas?

Pero la causa puntual de esta nueva batalla política y cultural, la relativa al aborto, es secundaria. Como todo en política, esto también se trata de poder y control. Como venimos expresando en esta columna, la promoción de los “valores tradicionales” tiene la conveniente consecuencia de proteger las relaciones de poder tradicionales. Los intereses reaccionarios y sus propagandistas, que pululan en Internet, no están interesados en la vida, sino en el poder que pueden obtener atizando viejos conflictos y renovando un atavismo religioso que –lejos de cualquier principio, virtud o valor– nace de la mezquindad y del velado supremacismo de quien considera que sus costumbres y su moral son “mejores.

Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N°593, del 01/07/2022  p18

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