Perú: Herencia

César Hildebrandt

En mis años de lector ensimismado, devoré todo lo que pude. Me conduje por el principio del placer, de modo que me dediqué al plancton de la literatura y la poesía. Abría el hocico de cetáceo imaginario y por allí entraban las tramas, los personajes, los recursos y la música de novelistas y poetas que habían derrotado una y mil veces al pánico de la página en blanco.

Más tarde, traté de cumplir con los deberes de mis caseros estudios generales autoinfligidos y leí a pesados ensayistas, a cientistas de la sociedad, a Freud y a Marx, a Lenin y Trotsky, a Hobbes y Maquiavelo, a buena parte de aquel olimpo del bostezo. Vaya que me costó, pero traté de hacerlo porque la literatura y la poesía no bastan para emprender el viaje. No sabía en ese entonces que ese viaje me llevaría modestamente al periodismo, un oficio venido a menos cada vez más.

Debo decir que ni siquiera el más intenso sentido del orden y del cumplimiento del deber me empujaron a leer a Stalin, cuyas obras, en todo caso, no tuvieron que ver con las palabras sino con la arquitectura del terror. Ni Haya ni Mariátegui me entusiasmaron mucho, pero allí estuve peleando con cada renglón y terminando la tarea.

Una de las lecturas más cálidas que recuerdo de aquellos días de soledad y neurosis en marcha fue la de las obras de Ciro Alegría. Las tenía en un tomo magnífico de Aguilar –libro que conservo felizmente– y las empecé a leer con un poco de miedo. No había entrado aún en el mundo de Arguedas y lo rural me era ajeno. Para mi vergüenza, debo decir que sentía más cerca el Nueva York de John Dos Passos que el Puquio de José María.

Alegría me cambió la mirada y “El mundo es ancho y ajeno” ha resistido el arbitraje del tiempo con gran éxito. Sigue siendo una gran novela formidablemente escrita y sostenida por algunos personajes que parecen provenir de la historia y no de la ficción. En efecto, Alegría hizo el compendio del Perú con ese libro y la injusticia que en él se pinta parece invicta a estas alturas del siglo XXI. Alegría fue el muralista de nuestra literatura y su ira no llena de mensajes y guiños ideológicos la narración. Es una ira sosegada que sabe que tiene el tiempo a su favor.

Alegría no sólo fue un brillante escritor sino también una buena persona. No alcancé a entrevistarlo porque se murió en 1967 –tenía apenas 57 años– pero me habría encantado escucharlo y preguntarle, entre otras cosas, qué tan malo había sido César Vallejo como maestro de primaria del colegio San Juan. Me habría gustado que me dijera, con su voz de fumador y su cara de ironía cunda, por qué pasó del Apra a Acción Popular y por qué aceptó ser parlamentario de Belaunde Terry. ¿Se le había acabado la chispa? ¿Fue un suicidio moral? ¿Qué le habría dicho Rosendo Maqui si hubiese podido salirse de la novela para encarar a su autor?

En todo caso, Ciro Alegría, hoy tan subestimado por la crítica y tan olvidado en las librerías, marcó mi vida. Y ahora veo a su hijo en la tele y lo que veo es a un vecino de las tinieblas y la frase que me viene a la cabeza es el título de una novela: “La serpiente de oro”. Y junto a él, minuciosamente infame, hay un abogado que hace de escudero. Entonces me digo, de lo más reflexivo, que algunos no tienen mucha suerte con sus hijos. Y recuerdo a Alvarito, otra recusación de la desprestigiada ley de la herencia.

Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N°604, del 23/09/2022   p12

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