Perú: ¿Hay democracia en el Perú?

César Hildebrandt

Escucho a la señora Dina Boluarte hablar sobre el informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y experimento aquello que pueden sentir los aracnófobos que ven una tarántula.

¿Practica el cinismo la señora presidenta? No me parece. El cinismo exige un cierto grado de superación intelectual.

¿Es mentirosa? ¿Está defendiéndose preventivamente? ¿Se ha asociado con la Fiscalía de la Nación y las Fuerzas Armadas para organizar un encubrimiento que conduzca a la impunidad? La respuesta es tres veces sí.

No tiene escrúpulos la señora Boluarte. En ese rubro de quitarse los frenos y comprarse coartadas en Azángaro es de gran ayuda su opaco jefe, el señor Otárola. Parecen el dúo Pimpinela cantando “Hay amores que matan”.

Pero los columnistas nos pasamos los días y las semanas y las décadas acribillando a la clase política, a las supuestas élites, al liderazgo apócrifo olvidando –quizá premeditadamente– que esas cúspides están allí sostenidas por el pueblo.

Una encuesta encargada por “Perú 21” demostró hace poco que si hoy se repitieran las elecciones, Pedro Castillo volvería a ganar y que Keiko –cuándo no– quedaría segunda. El resultado se repite en el simulacro tanto de la primera como de la segunda vuelta. La directora de “Perú21”, aterrorizada, no publicó el sondeo aunque sí permitió que se comentase en un foro supuestamente académico.

Pero eso no es todo: leo en una columna de Pedro Castro Balmaceda que un sondeo nacional hecho por Proética determina que el 72% de los peruanos tiene una “tolerancia media” respecto de la corrupción. Un 6% manifiesta una permisividad aún más alta. La conclusión es que la abrumadora mayoría de los peruanos acepta la podredumbre, está dispuesta a convivir con ella, a considerarla tutelar, inexorable, intrínseca. ¿Y cuántos de esos laxos esperan la oportunidad de subirse al tren del saqueo e imitar a quienes dicen tolerar?

¿El pueblo unido jamás será vencido?

No necesariamente. Depende de qué vencimientos hablamos.

La verdad es que el pueblo del Perú ha aceptado demasiados agravios a lo largo de su historia.

En realidad, aceptó todo. Aquí la traición no tuvo castigo, la fuga tuvo premio, el robo fue condecorado, la vileza se borró a punta de plumas mercenarias. La historia se escribió desde el consentimiento y la debilidad fue nuestra cara marcada. Los Echenique, los Piérola, los Prado son ilesos y vagos referentes de la historia oficial. Los Benavides, los Odría, los Fujimori fueron contemplados desde la complicidad. En el Perú la palabra meritocracia se emputeció tempranamente. Perdimos un brazo: el de la sanción.

De resultas de tal mutilación, en nuestro amado país no importa qué hagas ni cuántos muertos tengas en el armario. Siempre habrá una multitud esperándote, una suma de portátiles, un jalador que gritará tu nombre por un altoparlante.

Lo que importa es que dures en las proximidades del poder. Y si eres Pepe Luna y sembraste tu universidad de pacotilla con títulos hechizos y bachilleratos de baba, no importa: te vengarás tumbándote a la Sunedu que te descubrió.

No importa quién seas. En el Perú la inmortalidad política está al alcance del billete o de la condescendencia. Con plata se reconstruyen reputaciones arañadas. La complacencia fácil impide que en el país haya sanción moral.

“Roba, pero hace”, es la frase que debería ponerse en la lápida de este país que tanto prometía. Ella resume la derrota raigal de nuestro proyecto de nación.

Cuando los tumultos y los instintos prevalecen, ¿es posible hablar de democracia?

Los correctos, los pálidos comparseros de esta deriva de doscientos años, dirán que sí, que cómo es posible que alguien se atreva a formular siquiera la pregunta.

Pues yo me la hago. No porque quiera provocar sino porque quisiera saber si hay una respuesta. Siempre entendí –o ya no sé si lo imaginé– que la democracia supone un cierto entendimiento de los problemas, una percepción mínima del funcionamiento institucional y del balance de poderes, una relativa admiración por las bondades éticas de quienes aspiran a un cargo de elección popular.

Pero en el Perú se vota muchas veces por lo peor, por lo más averiado, por lo más avezado. Allí está el Congreso, esa madriguera. Allí está López Aliaga, el que propuso hacer de Lima una “potencia mundial”. Allí están Castillo y Fujimori, latiendo como síntomas.

¿Puede haber democracia auténtica y funcional en un país donde la mayoría manifiesta que la corrupción es tolerable? Mario Vargas Llosa llamó “dictadura perfecta” a aquel longevo régimen del PRI mexicano. ¿Cómo llamar lo que tenemos aquí? ¿La cacocracia permitida? ¿La cleptocracia en olor de multitud?

Las turbas que un día asaltaron “El Comercio” en nombre de Leguía y que años más tarde asaltaron la casa de Leguía en nombre de la limpieza sanchecerrista, ¿son la matriz de aquellas que hoy intercambian insultos en las calles? Las muchedumbres que llenan las plazas en tiempo de elecciones, ¿vienen de aquellas que fueron el grandioso decorado de tantos caudillos?

Además de gran palabra, ¿qué diablos es la democracia en el Perú?

Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 634 año 14, del 05/05/2023, p16

https://www.hildebrandtensustrece.com/

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