Los intelectuales y el país

Luis Jaime Cisneros

Cuando me pongo a considerar cuanto ocurre en el país, leo periódicos y escucho radio y televisión, extraño la puntual preocupación que debería alcanzarnos (y que tal vez nos alcanza) a quienes de uno u otro modo integramos el mundo intelectual.

¿Qué tenemos que decir los intelectuales (y uso el término, como advierte el lector, con gran generosidad, para que podamos estar todos concernidos). No decimos nada sobre lo que ocurre en el mundo, como si nos importara poco o nada lo que ocurre en Bolivia, en México, en Argentina. Nos preocupa más, al parecer, y con cierta inclinación racial, qué va a pasar en los Estados Unidos, como si la corrupción, la pobreza, y ese triste espectáculo de criaturas haciendo exhibiciones gimnásticas en las calles, en procura de propina, y los robos de libros en la Biblioteca Nacional no significaran que los valores no solamente se hallan desatendidos en la escuela. Y no quiero exagerar porque de cuando en cuando las columnas de Mirko Lauer, Augusto Álvarez Rodrich y otros colaboradores que opinan en este diario dicen las cosas con la claridad indispensable. Y me alegra también leer cómo la gente joven se arriesga en buscar sendas distintas.

Muchos celebran, y con harta razón, que algunos responsables de región se hayan puesto de acuerdo en reconocer una macrosupra-región. Nada dijimos mientras estuvo en discusión el tema de la descentralización. La primera impresión que me asiste es que el concepto de ‘región’ nunca fue claro, y la prueba son precisamente los acuerdos a que van llegando los miembros de algunos departamentos. Si no hay en el país sentido alguno de federalización, porque somos raigalmente un país unitario, no se puede inventar de la noche a la mañana una regionalización. No hemos escuchado opinar a demólogos ni a ecologistas. No sabemos qué han opinado ministerios como el de Educación o el de Transportes. Lo que más parece haber preocupado es que cada región tuviera un presidente y no un gobernador: esto habría sido para algunos un signo negativo. Pero un país presidencialista no puede convertirse, de la noche a la mañana, ni siquiera en una seudofederación.

Y para no enfatizar la protesta, quiero también celebrar las varias manifestaciones que proclaman la necesidad de invertir en la infancia. Esa inversión ayuda ciertamente a erradicar la pobreza y estimula el desarrollo sostenible del país. Cuando advierto esta inquietud siento que mi condición humana se reconcilia con la vida, porque comienza a ver qué cerca del horizonte está el porvenir. Claro está que entiendo el significado de la palabra invertir en sus más ricos matices, y no la veo centrada en una estricta y pobre significación ‘bancaria’. Invertir acción, invertir preocupación, invertir tiempo en reflexionar sobre la juventud (sobre su realidad, sobre sus esperanzas, su situación actual en un país como el nuestro) es una obligación de todos los que vivimos conscientes de ‘ser’ en un país, y no conformes solamente con ‘estar’ en él. Desde el ‘ser’ descubro los lazos que me unen con ‘los otros’. Y si esos otros son los niños y los jóvenes, más numerosos y resueltos que nosotros, siento que comparto las horas y los días de mi ‘ser’ con quienes ‘son’ anticipo evidente del porvenir.

Porque se relaciona, como vemos, con el porvenir, este asunto está inserto en la política educativa. Si en esto no pone atención la escuela, todo queda reducido a mero palabrerío. Verdad es que se necesita dinero, nadie lo niega, y por eso reclamamos más inversión en educación. Pero no debemos dejar que esta preocupación por el dinero nos obsesione. La pobreza pecuniaria es, en muchos países, asiento de la pobreza cultural. Y la pobreza cultural anuncia la viva presencia de la nada; anuncia la soledad espiritual, el vacío del hombre. Si no nos preocupamos por la pobreza cultural, que nos degrada, estamos negando nuestra condición humana. Cuando protestamos por la pobreza, tratándose de asuntos educativos, estamos defendiendo la cultura.

No es que no queramos ser pobres. Es que queremos ser cultos. Trece años más tarde, estaremos celebrando el bicentenario de la independencia. Para entonces no sólo queremos festejar que somos libres. Queremos celebrar a los cuatro vientos que no tenemos analfabetos y que todos somos cultos. Ese día habremos alcanzado el tamaño de la esperanza.

http://www.larepublica.pe/aula-precaria/01/02/2009/los-intelectuales-y-el-pais


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