Teta, susto y las hijas del terror

Rocío Silva Santisteban

El Oso de Oro no es chancay de a medio: se trata de uno de los premios más importantes del cine mundial. Y punto. Por eso es verdaderamente trascendente que una película peruana se haya llevado la estatuilla. Claudia Llosa y Magaly Solier, ambas peruanísimas y tan diferentes, han lucido espectaculares en los escenarios alemanes y la segunda se metió el público al bolsillo cantando quedamente en quechua una canción de su propia firma. ¡Extraordinario!

Pero eso sí, con su propio esfuerzo, su propio peculio y apoyo muy focalizado del Estado peruano a través de CONACINE, que es en realidad el fruto de la persistencia de cineastas entusiastas como Rosa María Oliart y Emilio Moscoso, quienes en la actualidad son el cerebro, corazón e hígado (no sé en qué orden) del organismo estatal. CONACINE es fruto de la constancia de los cineastas en reclamar lo precariamente indispensable para empezar a apuntalar un cine peruano, que no solo es el espacio donde se organizan los imaginarios nacionales y las aspiraciones de la comunidad imaginada que somos, sino que también puede ser ¡un buen negocio! Por eso llama la atención que las políticas culturales referidas al cine –y ya no digo a los libros, ni al fomento de la lectura o a las artes escénicas– como es la reclamada Ley de Cinematografía esté durmiendo el sueño de los justos. Más papa al caldo, como dijo Llosa, pero caldo hecho con una buena receta.

A su vez el nudo de la película pone en agenda otros asuntos de especial trascendencia. Obviamente no puedo comentar una película que no he visto, solo puedo hablar del “tema” de la misma: las historias de las hijas del terror. Se trata pues de la narración de Fausta, quien ha “mamado de la leche materna” no el quechua, como lo hizo y contó el Inca Garcilaso en sus Comentarios Reales, sino el miedo. El pánico ante el acercamiento al varón. Un miedo que la convierte en un ser “sin alma”, seco, triste, ido… Y copio aquí parte de la sinopsis de la película que aparece en la página oficial: “Ahora la súbita muerte de su madre la obligará a enfrentarse a sus miedos y al secreto que oculta en su interior: ella se ha introducido una patata en la vagina, como escudo, como un protector, y piensa que así nadie se atreverá a tocarla”.

La historia es delicada: el tema es trascendental porque las mujeres de nuestro país, tanto las que fueron convertidas en carne de cañón como las que también portaron armas, han sido en un alto porcentaje violadas. Por ambos lados –desde las fuerzas del orden y desde los grupos subversivos– las mujeres fueron sometidas, humilladas, doblegadas, oprimidas y avasalladas. ¿Por qué? Porque el cuerpo de la mujer, desde los primeros enfrentamientos humanos, ha sido motivo de caza, de pelea, de discusión pero, sobre todo, botín de guerra y ensañamiento con el enemigo.

La guerra es una competencia básicamente masculina –no me enorgullece que ahora las mujeres puedan ser militares– y desde el principio de los siglos, desde la Guerra de Troya hasta la última masacre de Gaza, los cuerpos de las mujeres han sufrido las huellas del poder. El poder usa los cuerpos para hacer surtir sus efectos más perversos. Y eso es algo que ha sucedido acá en el Perú y, así como Fausta, hay muchas mujeres, “señoritas” como señaló Giorgina Gamboa en su testimonio ante la Comisión de la Verdad, hijas de otras “señoritas” de los años 80, que son el producto de violaciones en serie o de violaciones múltiples. Hay miles de mujeres que han sido maltratadas y vejadas y que ahora no tienen a quién contarle sus penas, con quién trabajar el trauma, ni siquiera tienen posibilidades mínimamente dignas para sus hijas. Ellas no solo requieren reparación económica o simbólica, sino, sobre todo, exigen un espacio equitativo y digno en algún lugar de la nación.

FUENTE:
http://www.larepublica.pe/kolumna-okupa/22/02/2009/teta-susto-y-las-hijas-del-terror

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