Futbol y política

César Hildebrandt

Mis primeros recuerdos del fút­bol son un estadio nacional lleno y Alianza Lima y De­portivo Municipal jugando a toda máquina. Ganó Alianza 5-3. Eran los tiempos en que se jugaba con una mano de delanteros, tres de­fensas y dos volantes. Los goles abundaban, las ronqueras eran parte del oficio de ser aficionado.

Me hice aliancista por contagio. Mi hermana mayor lo era y no fue difícil seguirla. Lo de Alian­za y la U era la guerra civil que no tuvimos, el pueblo llano contra la mesocracia, la travesura contra el ímpetu, el desorden artístico contra la eficacia. Alianza encamaba los gloriosos fracasos de la república, el despilfarro de recursos, la juer­ga hedonista. La U era la garra austera, el com­promiso de unas clases medias que asomaban, la patronal en camiseta y pantaloncillos. Alianza era Huaqui Gómez Sánchez haciendo diabluras por la punta izquierda. La U era el rubio Alberto Terry aporreando las mallas con un tiro seco y limpio.

Desde ese momento entendí que uno se hacía hincha de un equipo no sólo para amarlo sino para tener el derecho de odiar a su rival tradicio­nal. ¡Cuántas veces sentí placer ante los fracasos de la U! ¡Qué pica, qué dolor, cuando le iba bien! Porque la verdad es que la adhesión a una cami­seta no valdría de nada sin el odio que produce evocar al enemigo. El fútbol ha reemplazado a las masacres.

Cuando viví en España no tardé un minuto en confirmar mi amor por el Real Madrid y su fastuosa historia, sus remontadas épicas, la pres­tancia de su juego. El Real era, además, el Madrid que yo quería, la ciudad de los Austria, el centro gravitatorio de un reino pegado con babas. Ja­más podría haberme fijado en el Barcelona, no porque no fuera un gran equipo sino por lo que representaba: el catalanismo doliente y mentiro­so, el antiespañolismo que no dudaba en succio­nar recursos venidos de Bruselas, la política de inmersión lingüística que colocó al castellano en el lugar de una segunda lengua desdeñable. Los catalanes dicen que son fenicios. Que recuperen Tiro, entonces, y dejen de usar los colores del Reino de Aragón como si fueran exclusivamente suyos.

Porque el fútbol nunca es estrictamente fútbol. Siempre es algo más. Siempre es la máscara que se cae, el disfraz insuficiente.

Nunca he dejado de pensar que detrás de un defensor mañoso y matrero del Palermo están las enseñanzas de Toto Riina. O que detrás de los comentaristas patéticamente bonaerenses de ESPN -con el repulsivo Jorge Barril a la cabeza- están los sobornos de Torneos y Competencias y la bolsa llena de dólares de Grondona. Del mismo modo que detrás de la mano de Dios de Marado­na estuvo siempre el peronismo para todo uso y sin escrúpulos.

El fútbol no es inocente.

Y la lección de esta clasificación del Perú es múltiple.

La primera lección es que con Manuel Burga, expresión de la corrupción institucional, jamás habríamos llegado a nada. Tuvo que haber una renovación radical de la dirigencia, en clave pro­vinciana, para que las cosas empezaran a cam­biar.

La segunda lección es que sin disciplina ni mé­todo, el fútbol es una eterna fuente de tristezas. Si Gareca ha rescatado futbolistas es porque les ha hecho entender que el deporte del que viven merece dedicación y sacrificios. El Farfán fiestero y aguardentoso que estaba en el hoyo no es el mismo que aprovechó el pase magistral de Cueva.

La tercera lección es que tener un equipo com­petitivo significa tener un colectivo donde las rotaciones no resientan el funcionamiento. Podrá haber matices, diferencias secundarias, pero no cambios cualitativos. En el fútbol, la democracia se sienta en la banca de suplentes.

La paradoja es que el fútbol ha unido por una noche lo que los políticos lanzan por la borda todos los días. Esta selección mundialista tiene poco que ver con el país que representa.

Si el equipo de Trauco es fe, el Perú es desaso­siego. Si Gállese es confianza, el país que defien­de es canibalismo mutuo. Si Cueva es lucidez, el Perú es el Congreso diarreico dominado por una mafia que bien podría presidir otro Manuel Bur­ga. Si Ruidíaz es afán laborioso de protagonismo, la política peruana es el equipo turbio que quiere comprar árbitros (o sea fiscales y jueces del TC).

Digámoslo claro: el Perú actual, al borde del golpe de estado parlamentario impulsado por el rencor fujimorista, no se merecía esta selección. El fútbol peruano va al Mundial. El Perú sigue en el Récord Guinness de la insensatez. La selección de fútbol necesitó de un extranjero sobrio y listo llamado Ricardo Gareca para potenciarse. La po­lítica peruana ha requerido de un extranjero mafioso llamado Marcelo Odebrecht para desnudar­se y exhibir su podredumbre. El fútbol demandó un cambio radical para cambiar de rumbo. La política peruana exige lo mismo. ¿Tendremos el coraje de afrontar esa tarea?

Fuente: “HILDEBRANDT EN SUS TRECE” Nº 373, 17/11/2017, p. 12

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