Era el mejor

César Hildebrandt

No nos han quitado sólo al mejor juga­dor. Nos han deja­do sin una usina de brío y carácter. Nos han arrebatado a un capitán, un líder natural, un organizador de rebeldías, el hom­bre que se ponía el equipo al hom­bro y trepaba la ladera. Si quisiera ser cruel, diría que nos han dejado sin el más insólito de los jugadores pe­ruanos.

En efecto, don­de la mayoría ponía la cansina resignación, la viudez de la volun­tad, la vocación por el empate, la babita en vez de las mandíbulas apretadas, Guerrero ponía el temperamen­to. Cuando otros empezaban a mirar al vacío y a poner cara de derrota, ojos de Arica, lágri­mas de Pisagua, perfil de Tiwinza, venía Guerrero y nos hacía recordar que esta es también tierra de corajudos y tenaces. Donde Pizarro, el conquistador de bolsas propias, ponía el nar­cisismo, Guerrero se integraba a la maquinaria y exponía las piernas sin pensar en contratos ni esponsores ni futuros nego­cios.

La mayor expresión de ese Guerrero decisivo fue esa carrera larga en la que, perseguido por Godín -experto en derribos disimulados y neutralizaciones matreras-, llegó hasta el arco uruguayo y definió por el palo del arquero. Esa larga marcha había empezado con una pelota acunada en el pecho y bajada en movimiento. Ese era el Guerrero que incendiaba al equipo, que lo podía convertir, con el ejemplo, en enjambre, en ganas, en con­fianza. Guerrero era la singula­ridad de un equipo discreto que había, sin embargo, gracias a Gareca, encontrado un tono co­ral que lo hizo ganar en Quito o empatar en Buenos Aires.

El mejor homenaje que po­demos rendirle a Guerrero es sobreponernos a la adversidad. Necesitamos un alquimista que prorratee el temple de Guerrero entre los jugadores convoca­dos, un repartidor de hostias paganas, un psicólogo que haga control de daños y que explique que es en las tempestades cuando se ven a los marineros de verdad.

El tributo que Gue­rrero se merece es el de la dignidad. No más llantitos, por favor. No más jere­miqueadas. No más apelaciones ima­ginarias. No más cuentos de aboga­dos idiotas. Si nos dejaron sin el hé­roe de las definicio­nes tendremos que afinar los automa­tismos y ser una or­questa sin Paganini. Tendremos impera­tivamente que cam­biar de repertorio.

Sin aquel violinista, sin aquel solista desterrado, ten­dremos que coser un equipo corto y bravo que deje la piel en cada uno de los 90 minu­tos de juego.

Para eso está Gareca: para que las me­dianías crean en sí mismas, para que los maltrajeados sientan que Armani los asiste, para que los suplentones de sus equipos quieran vengarse de tanta postergación y tanto olvido. Hay que hacerlos rabiar. Hay que con­vencerlos de que la vida no te da segundas chances, que el fútbol no es sólo un juego sino un re­emplazo de los duelos de honor, que el arco de uno es un re­ducto y el del otro es el botín, la presa, la recompensa por tantos años de sudar la gota gorda.

No más llantos. A trabajar como hormigas y a pelear como leones. A ver si así podemos reírnos de la FIFA, la WADA y los hijos de la guayaba que nos quisie­ron decapi­tar.

Fuente: “HILDEBRANDT EN SUS TRECE” N° 397, 18/05/2018  –  p. 12

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