Un hombre común y corriente

César Hildebrandt

¿Quién sostiene al Fiscal de la Nación?

Respuesta: una junta de cinco fiscales supremos contaminada por el hecho de que tres de sus miembros están incluidos en la investigación de “Los cuellos blancos del Callao”, la banda de César Hinostroza que asaltaba diligencias, secuestraba expedientes y era el terror de la justicia.

Como lo recuerda Ronald Gamarra, esos tres votos, considerando el del propio Chávarry, aseguran la permanencia en su cargo de este perseguidor del delito cargado de sospechas.

La mayor autoridad del Ministerio Público es, entonces, un hombre al que avalan dos compadres incursos en la misma investigación. Y al que protegen la vieja mafia del fujimorismo y la rancia pandilla de lo que queda del Apra.

Eso es el Fiscal de la Nación, el amenazador digital, el matón virtual, el chan­tajista tuitero. El hombre, en suma, que tanto Fuerza Popular como lo que queda del Apra consideran “su hombre”, el que garantizará la impunidad de sus cabecillas. En otros países los autócratas han tomado el poder. En el Perú la mayor concentración del poder la tiene la corrupción. Es un monstruo de muchos rostros, de apellidos mil veces oídos, de impunidad garantizada. Reina en el Congreso, en dos tercios del Poder Judicial, en el Ministerio Público. Los que hacen las leyes conviven con la corrupción, los que defienden las leyes están infectados, los que persiguen el delito tienen como jefe un notorio sospechoso. Parece un sueño de Tony Soprano.

La verdad es que, por ahora, no hay salida.

El Perú no tiene remedio con el formato actual del poder conservador dominándolo todo, mutilando mentes, arrebañando a las gentes, adocenando peruanos y esterilizando el debate.

Nadie habla de tomar La Bastilla o el Palacio de Invierno. De lo que se trataría, sencillamente, es de que la gente común y corriente tome el poder a través de las próximas elecciones.

No necesitamos locos rabiosos ni ex­tremistas cuchilleros. Necesitamos a un hombre decente que ponga las cosas en su sitio, que nos diga la verdad sobre nuestra fragilidad económica, que nos la cante clara en relación a nuestras desigualdades insostenibles. Que nos diga, en suma, la verdad esencial: que así como vamos seremos inviables, perteneceremos a las sobras conflictivas de mediados del siglo XXI.

Este país tiene que cambiar en orden, pero tiene que cambiar. No hay cambio profundo si no le asignamos un 10% del presupuesto a la educación pública.

Nos costará una generación ver algún resultado, pero vale la pena empezar ya. Tampoco cambiaremos de rumbo sino separamos los legítimos intereses de los grandes empresarios de lo que es estricta jurisdicción del Estado. No es posible, por ejemplo, que una larga lista de sinvergüenzas obtenga miles de millones de soles en privilegios tributarios que los medianos y pequeños empresarios jamás podrían ni siquiera imaginar. Favorecer razonablemente a la mediana y pequeña empresa es requisito imprescindible para construir una economía sana.

Como lo es fomentar la agricultura de consumo interno, no sólo la destinada a la exportación. Y como lo es compatibilizar el potencial minero con los justos temores y las necesidades de las comunidades comprendidas en cada proyecto.

Seremos un país tullido si no elevamos la presión tributaria al promedio de la región, que está por encima del 22%. Nosotros estamos apenas en 15%. Corregir esta situación pasa por reducir la elusión, reprimir la evasión y suprimir el 80% de las exoneraciones tributarias que nos han costado ciento veinte mil millones de soles en los últimos años.

El hombre decente y común que imagino liderando este país decidido a cambiar deberá considerar que la salud es un derecho, no una gracia dada a regañadientes en hospitales donde las ratas se pasean y los tomógrafos averiados son parte del decorado. Los impuestos recuperados servirán para eso.

Pero aquel ciudadano que gobierne desde la decencia no puede olvidar que la lucha a muerte será contra la corrupción, ese cáncer que nos mina por dentro. La corrupción no sólo cuesta billones de soles. La corrupción disuade a los hones­tos, infla los presupuestos, construye telarañas políticas y judiciales, degrada la infraestructura, enmierda la descentralización e involucra inexorablemente a los políticos de todos los poderes. Cambiar el Código Penal para hacerlo más severo es una urgencia nacional.

Sueño con ese hombre sencillo que pueda convocar a muchos y que nos empiece a sacar de este pozo en el que hemos caído. ¿Tendremos la capacidad de crear ese liderazgo de emergencia? Pienso en Corea del Sur, en Singapur, en Taiwán. ¿Por qué ellos pudieron? ¿Qué nos falta? ¿Qué necesitamos saber para tener conciencia de que ya no podemos perder más tiempo?

Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N° 420, 9/11/2018 p9

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