Alienígenas
César Hildebrandt
Dicen que en setiembre un asteroide podría chocar con la Tierra, este planeta que arruinamos.
Un científico con ascendencia en Harvard cree que los restos presuntos de una nave alienígena están a la altura de Júpiter y tienen rumbo desconocido.
Lo más probable es que todo eso sea mentira, pero qué ganas tengo de que la realidad derrote mi escepticismo y que lo de la nave hipotética se confirme.
¿Se imaginan que nos visitaran entidades de una civilización que hubiese llegado a estadios de cultura que ni siquiera podemos presentir? ¿Qué dirían viendo el espectáculo mundial de los primates superiores? ¿Qué tipo de espanto los sacudiría?
Un planeta hermoso en manos de mamíferos erguidos que invierten el mayor tiempo de su vida en odiarse y entrematarse…” ¿Eso pondrían en su primer informe?
No lo sé. Pero siempre he soñado que un día vendrán seres que nos harán sentir lo ínfimos que somos, lo estúpidos que hemos sido, la decadencia que nos llama. Seres que se burlarán de nuestra “sociedad de la información”, gracias a la cual estamos más desinformados que nunca. Seres que se reirán a carcajadas -ojalá puedan hacer algo equivalente- de nuestras cuitas financieras, de nuestra mentecatez moral, de nuestra mezquindad tamaño continental.
Sueño con que esos seres abusivamente superiores lleguen pronto, cuando Trump gobierna en “la primera potencia” y Duterte en el infierno de las Filipinas. Me encantaría una cumbre con esos personajes. Un traductor mental traído por los amables invasores haría de intérprete. ¿Traductor mental? ¿Qué podría traducir de Trump y de Duterte? ¿Ruido informático? ¿Niebla binaria? ¿Nada? ¿Y si Maduro se sumara a esa cumbre? ¿Y si lo hicieran los europeos, separados por enésima vez y asistiendo al retorno de sus fascismos siempre emboscados?
¡Qué cumbre sería esa!
Si la benevolencia fuera el sello característico de nuestros visitantes, se quedarían a asesorarnos el siguiente millón de años. Nos ayudarían a evolucionar, a abolir la triste humanidad que padecemos y que ahora creemos que es “cúspide de la creación”. Si la justicia fuera el distintivo de estos embajadores intergalácticos, nos exterminarían sin dolor y sin ningún remordimiento y se dedicarían a administrar el planeta que estábamos matando. Como harían los suizos con El Salvador si pudieran hacer del país de las maras un protectorado gobernado desde Lucerna. Más o menos.
En todo caso, tengo la absoluta convicción de que el ser humano es, mayoritariamente, un experimento fallido, una torpeza del copiado celular, un error simio. Y que es por eso que hemos tenido que inventar tantos dioses placebos. Sólo esa gran farsa teatral, oculta por el incienso, nos consuela y nos alivia porque no hay anestésico más poderoso que la mentira.
Pero si el ser humano es un desacierto de la evolución, ¿de dónde salieron Cervantes, Shakespeare, Góngora, Bach, Beethoven, Vivaldi, Nietzsche, Vallejo? Ellos -y algunos otros, con los que apenas llenaríamos un estadio mediano de fútbol- no son humanos ortodoxos sino excepciones monstruosas, extravíos de la mitosis, minorías gloriosamente dañadas.
Sueño, en resumen, con que los extraños vienen y nos ven desde catalejos que tienen resplandores de holograma y nos escuchan con sus alineadores de sonido. Y pasan por Siria y por Haití y llegan a las ciudades que humean por los nuevos ardores del calentamiento global. Y sobrevuelan esta región del continente y se quedan observando el plástico en el mar, las lluvias barriendo las casas de siempre, los árboles talados por la codicia, el pedorreo de las vacas que habremos de matar para tragárnoslas. Sueño con que vienen por aquí y escuchan a Rosa Bartra y examinan a Moisés Mamani. Me muero por ver las caras que pondrán.
Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE” N° 431, 8/02/2019 p.12