Extinción del fujimorismo
César Hildebrandt
Dicen que lo que algunos queremos es la extinción del fujimorismo.
¡Bingo! Eso es lo que queremos. Exactamente. Hace 29 años que un palurdo que decía “perguanos” sintonizó con el país-chusma que también somos y nos embarcó en su aventura dinástica. Con el pretexto de derrotar al terrorismo, el que sería aspirante a senador japonés nos impuso un país al que le sangraban los muñones: el muñón del Congreso, el muñón de la Contraloría, el muñón del Jurado Nacional de Elecciones, el muñón del Poder Judicial.
Después vino la debacle, la fuga pradista, la renuncia faxeada, la nacionalidad desenmascarada.
Hasta allí todo parecía moderadamente sudaca: un país engañado se deshacía de un gran impostor y volvía a la normalidad. ¡Estábamos escarmentados!
¿Escarmentados? ¿Vacunados? ¿Inmunizados?
Lo habríamos estado si Toledo hubiese hecho un buen y limpio gobierno, si García hubiese dejado de acrecentar sus caudales, si Humala hubiese cumplido con el diez por ciento de lo que prometió.
Que esos tres gobiernos fueran años perdidos ayudó a que el paciente recayera.
Y recaímos. Un par de hermanos que coquetean con las habilidades diferentes se irguieron como los administradores del fujimorismo y devolvieron a la vida -como en una película de Tim Burton- al perro que dábamos por muerto. Desde ese momento somos una película macabra precisamente de Tim Burton, en blanco y negro: allí están los personajes recosidos que nos amenazan, la noche sin ideas y sin luna donde aúllan espectros que votan en el Congreso, las calaveras que nos recuerdan a los Colina.
El fujimorismo no propone nada, excepto durar. Hace lo mismo que hacen los virus y, sin embargo, parte del Perú necesita ese huésped tóxico, esa vieja infección que terminará matándonos. ¿Por qué? Tengo mi teoría: el fujimorismo es el emprendedurismo informal de la política, es la minería ilegal, es la tala prohibida, es el transporte desregulado, es la versión electoral de Gamarra. Es nuestro lado oscuro. Es nuestro lado lumpen. Es solicitado porque interpreta en muchos aspectos la aspiración de marginalidad y éxito, de ilegalidad e impunidad, que guía a millones en este país -el nuestro- que no ha dejado de ser adolescente. El fujimorismo es el cianuro en los ríos de Madre de Dios. Es la casa con las varillas de un último piso que no termina de construirse. Es el brevete falso. Es el agroexportador que llega a ser ministro y da una ley en beneficio de sí mismo. Es el presidente de la república que no acepta ser minoría y ordena a su secuaz comprar congresistas al peso. Es la hija de aquel presidente que no acepta su segundo fracaso y decide hacer del Congreso una invasión rencorosa. Es el hijo del mismo personaje que negocia como rufián los votos que sostendrán a quien dictó un indulto impropio.
El fujimorismo es la enfermedad tenaz de este país.
Es cierto que ahora el malestar parece relativamente controlado. Gracias a Salaverry, un virus que mutó a linfocito por una metamorfosis misteriosa, Fuerza Popular ha perdido el control absoluto del Congreso que había secuestrado. Pero no se la crean. Hay mucho pan por rebanar, muchas tretas en el camino, muchos sustos que dar, muchas extorsiones que poner sobre la mesa, muchos ambiguos que intimidar y muchísimos topos que se irán revelando.
El fujimorismo no es una opción política. Es el resumen de nuestros vicios hecho maquinaria política. No es de izquierda, no es de centro, no es derecha. Es proteicamente inescrupuloso y tiene en sus genes el mandato ancestral de ocupar todo el poder para imponemos la deriva banal de su confusión. Le interesa el poder, el dinero y el encubrimiento -y no necesariamente en ese orden-. Joaquín Ramírez, que empezó como cobrador de combi y terminó como su millonario secretario general, es su cabal encarnación. Jaime Yoshiyama, que mintió como un marrano antes de que su sobrino confesara todo y que ahora dice que no es prófugo sino ausente, es su exacta representación.
En todas las historias nacionales hay una orilla horrenda, un río de aguas negras. En la historia del Perú hubo capítulos como los de Meiggs, Dreyfus, la IPC. El fujimorismo es la versión contemporánea de los trenes inútiles, el guano que engordó a los consignatarios, el petróleo que los agachados regalaron. Pero todo eso revuelto. El fujimorismo es Echenique robando, Balta concediéndole a Meiggs lo que no debía concederle, Piérola abrazando las causas fiduciarias de Dreyfus, Leguía confirmando las ventajas delictivas obtenidas en La Brea y Pariñas. El fujimorismo es todo eso sacudido en un envase por un malévolo bartender. Es todo eso enriquecido por delitos de todas las índoles, de todas las magnitudes, de todas las mugres: desde la ropa donada y las donaciones que se sustrajeron, hasta los maliciosos remates de empresas públicas que valían 100 y se “vendieron” a 5; desde los 15 millones de dólares que se entregaron como CTS a Montesinos con dinero en efectivo salido de palacio de gobierno hasta la condecoración a la banda de Martin Rivas (incluyendo a alias Kerosene, el quemador de cadáveres); desde Víctor Aritomi hasta Hermoza Ríos.
No se equivocan los que piensan que queremos la extinción del fujimorismo. No hablamos de extinguirlos como ellos hicieron con las víctimas de los Barrios Altos o los estudiantes de La Cantuta. Hablamos de pasar, de una vez por todas, la página. De acceder, por fin, al futuro. De terminar con esta locura y esta peste.
Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N° 430 01/02/2019 p.12