Perú: Castillo y Porky aman la cultura

Juan Manuel Robles

¿Hay algo más terrible que lo que proponía el candidato Rafael López Aliaga, eso de eliminar el Ministerio de Cultura? Siempre pensé que pocas cosas podían superar en insania esa fantasía fascista, esa vendetta contra la progresía ilustrada, que consistía en bajarse el ministerio y su burocracia con el “argumento” de que la cultura no sirve para nada, de que es un gasto inútil, que premia y financia películas que “nadie ve”. Que esto haya venido de un empresario que ha hecho fortuna con el monopolio del tren de Machu Picchu, o sea, un hombre cuya actividad depende —y es imposible que no lo sepa— del capital patrimonial y simbólico de la gran cultura peruana, fue uno de los momentos más chocantes de aquella campaña electoral de pesadilla.

¿Hay algo más canalla que lo que proponía aquel candidato que salió segundo en Lima, la ciudad supuestamente mejor educada? Yo pensaba que no, pero ahora veo que sí: peor que eliminar el Ministerio de Cultura es vaciarlo de sentido, convertirlo en cascarón y oficina caleta para empoderar a un aliado. Digo: usar el ministerio de fachada para otros propósitos. Nunca antes un ministro de Cultura ha tenido tanta visibilidad y ha actuado como vocero tan activo de un presidente. Eso podría ser señal de la importancia del sector en el gobierno de Perú Libre; de hecho, uno podría pensar que entre sus propuestas revolucionarias está el rescate de la identidad, la idiosincrasia, las expresiones humanas del Perú por descubrir. A partir de la fecha, cultura y gobierno trabajarán juntos en la solución de conflictos sociales, porque las protestas también son cultura. Vanguardia política, la verdad.

Pero no. Nada que ver. Es todo lo contrario. Alejandro Salas, ministro de Cultura, ha fungido de vocero en crisis, negociador en el paro, representante en entrevistas dominicales, explicador de la exoneración del IGV, y eso no tiene nada que ver con la cultura. Al contrario, es señal de que la cultura importa tan poco que el ministro del sector tiene tiempo libre y se encarga, además, de colaborar con los temas más relevantes. Salas es una suerte de “ministro sin cartera”, cuya función seria, por la que se lo ve en los medios, es ser escudero del presidente y estar ahí cuando las papas queman.

Cuando veo a Salas no sé qué pensar. O bueno, sí sé. Pienso que el aprecio que Castillo tiene por la cultura es el mismo que el de López Aliaga. Que ambos se han servido de ella, han bebido del recurso, pero no la fomentan ni la valoran.

¿Qué es peor que balbucir, como Porky, que desmantelarás el aparato del sector cultural? Pues empezar tu presidencia con el desafiante anuncio de que ahora el ministerio se llamará “de culturas” y nueve meses después tener a un ministro fantasma, que se dedica a hablar del precio del faisán (y no precisamente como una alusión a la tradición literaria de los banquetes). Terrible pasar de una apropiación cultural piadosa y prometedora —tomar el sombrero chotano— y menos de un año después poner a alguien que no sabe de cultura, ni de patrimonio, cuya incompetencia nos estalla a todos en la cara cuando ocurre el derrumbe en el complejo arqueológico de Kuélap (y allí va el ministro, un hombre de acción en el helicóptero militar, inocultablemente errático).

Se sabe que Salas fue advertido de la situación de Kuélap pero no actuó al respecto. Puede que no haya sido su culpa, pero llama la atención haberlo visto lejos del problema en las últimas semanas, distraído en temas de su otra (¿verdadera?) función; por ejemplo, echar a Sonaly Tuesta del ministerio porque la periodista criticó a Aníbal Torres por elogiar a Adolf Hitler. ¿Se puede tratar así a alguien como Tuesta, que ha hecho tanto por la cultura? Gracias a Sonaly, muchísimos peruanos aprendieron que, así como hay especies amenazadas, hay fiestas populares en peligro de extinción. Y que eso merece nuestro cuidado y valoración. Salas, sin el mínimo respeto, se puso a rajar de ella.

Lo terrible es que esto refuerza —y eleva a la potencia— la idea del Ministerio de Cultura como una oficina incomprensible, abstracta, pero que suelta partidas de dinero muy concretas. Una división que se presta para los Richards Cisneros de ayer y de hoy, que usan la “cultura” como escudo o rótulo protector para sacar provecho sin rendir demasiadas cuentas.

La designación de Salas fue uno de los desatinos gruesos del gabinete Héctor Valer. No hubo tanto ruido en su caso porque, otra vez, la cultura no le importa a nadie: se entiende que allí una persona poco preparada no hará un daño constatable. Y por eso Salas sobrevivió cuando llegó Aníbal Torres. Recién ahora que su sector —el nominal— está en crisis se está viendo si realmente es idóneo para el puesto. La verdad, yo desde el principio vi un rasgo inquietante: su total ausencia de sensibilidad. ¿Es algo menor? No en un ministro de Cultura. Twitter daba cuenta de su temperamento pasado de una manera bochornosa. No se puede escribir mensajes diciéndole a un chileno “araucano negro loco feo” y ser un hombre con la misión de encauzar esfuerzos por visibilizar la diversidad étnica. No se puede ser un terruqueador, alguien que piensa que “la izquierda no debería existir”, e imaginar espacios de apertura y tolerancia. Tampoco veo registro de su aprecio por la belleza, la majestuosidad, la historia, las expresiones
que nos humanizan, las tradiciones que nos unen. Tal vez esto es una exquisitez (y por ahí que me equivoco). Pero no parece una persona que comprenda la importancia de los bienes intangibles en un país rico en memorias, historias, tradiciones y saberes; al contrario, parece un hombre obnubilado por lo tangible, lo muy tangible. Ustedes me entienden.

Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N°582, del 15/04/2022  p14

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