Dejemos de hablar de género

Laura Lecuona

Si eres activa en redes sociales o no te da por evadir las conversaciones incómodas en encuentros sociales, es probable que más de una vez te hayas embarcado en un intento de explicar las diferencias entre “sexo” y “género”. Podría apostar que, después de escuchar tus pacientes enseñanzas y ejemplos, casi todo mundo dijo entender la diferencia. Pero ¿es cierto que la entendieron?

La distinción no es tan complicada, eso es cierto. Tenemos a la biología inmutable de un lado y a las construcciones sociales del otro; cómo podríamos confundirlas? Nuestros órganos sexuales versus los roles que nos son impuestos en virtud de ellos. ¿Verdad que no es difícil de captar?

Pero si es tan claro, ¿cómo es posible que nada menos que el Glosario de Igualdad de Género de ONU Mujeres incluya definiciones tan contradictorias entre sí como que el género consiste en una serie de atributos que “son construidos socialmente y aprendidos a través del proceso de socialización” y “la identidad de género se refiere a la experiencia de género innata, profundamente interna e individual de una persona”?

Más allá de la definición circular, qué puede ser simultáneamente innato y aprenderse a través de la socialización? Alguien podría decir que el lenguaje, por ejemplo: nacemos con la habilidad de aprender una lengua pero el aprendizaje mismo se hace mediante la socialización. Pero si ONU Mujeres estuviera comparando el género con un lenguaje, tendría que explicarlo, y por supuesto no lo hace.

Estamos hablando aquí de la herramienta oficial del Centro de Capacitación de ONU Mujeres: un glosario del organismo al que la gente podría considerar la mayor autoridad internacional en todo lo que tenga que ver con el género… y ni siquiera ahí parecen entender la diferencia. No es de sorprender que las jóvenes aspirantes a feministas que aprenden sobre feminismo y género en las redes sociales estén terriblemente confundidas.

La primera vez que me crucé con la palabrita, trabajando con boletines de prensa sobre la Conferencia Mundial sobre la Mujer de Beijing, en 1995, no entendía del todo por qué tanta alharaca. ¿Qué tenía este término que no tuviera el viejo “roles sexuales”? ¿Por qué necesitábamos un nuevo concepto? Además, como no tenía acceso a una definición formal, trataba de deducir el significado a partir del uso y observé algunas inconsistencias, así como cierta tendencia a salpicar textos con él sin ton ni son. De todas formas, no pensé mucho en el asunto, hasta casi veinticinco años después. Me fui acostumbrando a la sustitución gradual de “feminismo”, y de todo lo que tuviera que ver con derechos de las mujeres, con “género esto” o “género lo otro”.

Es costumbre que los transactivistas, asegurando dominar la distinción sexo/género, hablen del género como algo innato y del sexo como algo socialmente construido, y no al revés, como las feministas. Por esa razón, muchas mujeres de los círculos llamados “críticos del género”, e incluso algunas feministas radicales y abolicionistas, piensan que deberíamos reapropiarnos del término y seguir dando clases de cómo hay que emplearlo.

No estoy de acuerdo. Yo coincido con Sheila Jeffreys, que en Unpacking Queer Politics, publicado en 2003, afirma:

“Las feministas radicales / lesbianas buscan abolir por completo lo que se ha dado en llamar ‘género’. A mí la palabra ‘género’ no me encanta y preferiría abolirla para mejor usar expresiones que se refieran directamente al fundamento político de la dominación masculina. Así, prefiero describir la masculinidad como ‘comportamiento masculino-dominante’ y la feminidad como ‘comportamiento femenino-subordinado’. De esta perspectiva no puede surgir una multiplicidad de géneros”.

¡Ay, si la hubiéramos escuchado ya desde entonces!

La situación ahora mismo, casi veinte años después, es esta: la palabra es empleada en una variedad de sentidos por las mismas personas, dependiendo del contexto o de la ocasión. Puede usarse como sinónimo de personalidad, patriarcado, roles y estereotipos sexuales, un punto de vista feminista, un reconocimiento de la gente “LGBT”, las relaciones entre los sexos, los gustos en ropa, el mismísimo sentido biológico con el que insistimos en contrastarla…

Es por eso que, por ejemplo, hace dos días, cuando le dije a una periodista “No tenemos una identidad de género”, ella por escrito lo tradujo a “Podemos identificarnos como hombres o mujeres, es decir, como masculinos o femeninos”. Y es por eso que cuando decimos querer abolir el género, algunas personas entienden que estamos planeando exterminar a la gente que se identifica como trans. Las palabras tienen vida propia.

“Género” es una palabra muy cargada y polisémica. Si queremos claridad (y necesitamos claridad más que nunca), no es éste el camino. Y si tanto queremos la palabra para nosotras y para teorizar nosotras, quizá sería mejor idea reconocer que es una batalla perdida, no sólo contra los transactivistas sino con hablantes en general.

También tenemos que reconocer que la situación en que nos encontramos con respecto al conflicto entre los derechos de las mujeres y los derechos de los hombres que dicen tener una “identidad de género” femenina le debe muchísimo a este desorden conceptual. Una movida clave del imperio transexual fue la invención de la persona transgénero, que reemplaza al anticuado transexual, y el atractivo del transgenerismo para algunas personas depende en gran medida de esta clase de confusiones terminológicas. Si en lugar de “identidad de género” habláramos de “identidad de roles sexuales”, como Sheila Jeffreys ha sugerido, el concepto sería más fácil de entender y muchísimo más difícil de aceptar.

Las feministas que quieren recuperar “género” han de pensar que es un término acuñado por las feministas. Es evidente que no han leído Gender Hurts / El género daña, de Jeffreys, que en la introducción recuerda:

“El mismo término ‘género’ es problemático. Quienes lo usaron por primera vez en un sentido que no fuera gramatical fueron sexólogos […] que participaban en la normalización de los menores intersexuales. Usaban el término para referirse a las características conductuales que más apropiadas consideraban para personas de uno u otro sexo biológico. […] Su propósito no era progresista: eran hombres conservadores que creían que debía haber diferencias claras entre los sexos y buscaban crear nítidas categorías sexuales mediante sus proyectos de ingeniería social. Desafortunadamente, algunas feministas teóricas adoptaron el término en la década de 1970. […] Antes de que el término ‘género’ se adoptara, el término que más se empleaba para describir las características socialmente construidas era ‘roles sexuales’. La palabra ‘rol’ o ‘papel’ connota una construcción social y no se prestaba a la degeneración que ha sufrido el término ‘género’ y que le ha permitido ser blandido por los activistas transgénero de manera tan efectiva”.

Si Simone de Beauvoir pudo escribir El segundo sexo sin usar la palabra “género” y Kate Millett tampoco la necesitó para redactar Política sexual, ¿por qué nosotras no podríamos vivir sin ella? Lo que Millett usa en su lugar, como un leitmotiv a lo largo de su libro, es el trío de conceptos rol, estatus y temperamento, que hacen explícitos los componentes principales de los roles sexuales y las relaciones de poder que imponen. Incluso la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer (CEDAW), de 1981, se las arregla muy bien sin emplear una sola vez la palabra “género”.

En el glosario al final de su obra La creación del patriarcado, publicada en 1986, Gerda Lerner escribe:

“‘Género’ es la definición cultural del comportamiento definido como apropiado a los sexos en una sociedad dada en una época dada. ‘Género’ es un conjunto de roles culturales. Es un disfraz, una máscara, una camisa de fuerza en la que hombres y mujeres bailan su desigual danza. Desafortunadamente, el término se usa tanto en el discurso académico como en los medios de comunicación de manera intercambiable con ‘sexo’. De hecho, su uso público generalizado probablemente se deba a que suena un poco más ‘refinado’ que la llana palabra ‘sexo’, con sus connotaciones ‘desagradables’. Ese uso es desafortunado, porque oculta y confunde la diferencia entre lo dado biológico –el sexo– y lo culturalmente creado –el género–. Las feministas, más que nadie, deberían hacer hincapié en esa diferencia y por lo tanto deberían tener el cuidado de usar las palabras apropiadas.”

Ella usa el término tan sólo en diez páginas a lo largo de todo el libro, así que fundamental a su teoría no es. Y por lo visto no todas las feministas hicieron caso de sus sensatas advertencias.

En su influyente artículo “El género: una categoría útil para el análisis histórico”, de ese mismo año, 1986, Joan Wallach Scott sostiene:

“En su acepción más reciente, ‘género’ parece haber aparecido primeramente entre las feministas americanas que deseaban insistir en la cualidad fundamental social de las distinciones basadas en el sexo. La palabra denotaba rechazo al determinismo biológico implícito en el empleo de términos tales como ‘sexo’ o ‘diferencia sexual’. […] Quienes se preocupaban de que los estudios académicos en torno a las mujeres se centrasen de forma separada y demasiado limitada en las mujeres, utilizaron el término ‘género’ para introducir una noción relacional en nuestro vocabulario analítico. De acuerdo con esta perspectiva, hombres y mujeres fueron definidos en términos el uno del otro, y no se podría conseguir la comprensión de uno u otro mediante estudios completamente separados.

”[…] En su acepción reciente más simple, ‘género’ es sinónimo de ‘mujeres’. En los últimos años, cierto número de libros y artículos cuya materia es la historia de las mujeres sustituyeron en sus títulos ‘mujeres’ por ‘género’. En algunos casos, esta acepción […] se relaciona realmente con la acogida política del tema. En esas ocasiones, el empleo de ‘género’ trata de subrayar la seriedad académica de una obra, porque ‘género’ suena más neutral y objetivo que ‘mujeres’. ‘Género’ parece ajustarse a la terminología científica de las ciencias sociales y se desmarca así de la (supuestamente estridente) política del feminismo. En esta acepción, ‘género’ no comporta una declaración necesaria de desigualdad o de poder, ni nombra al bando (hasta entonces invisible) oprimido. Mientras que el término ‘historia de las mujeres’ proclama su política al afirmar (contrariamente a la práctica habitual) que las mujeres son sujetos históricos válidos, ‘género’ incluye a las mujeres sin nombrarlas y así parece no plantear amenazas críticas. Este uso de ‘género’ es una faceta de lo que podría llamarse la búsqueda de la legitimidad académica por parte de las estudiosas feministas en la década de los ochenta. […] ‘Género’ parece haberse convertido en una palabra particularmente útil a medida que los estudios sobre el sexo y la sexualidad han proliferado, porque ofrece un modo de diferenciar la práctica sexual de los roles sociales asignados a mujeres y hombres”.

Como sabemos, curiosamente nada de esto desalentó a las feministas de emplear la palabra “género”, ¡todo lo contrario! Y se explica así por qué “estudios de género” ocupó el lugar de los “estudios sobre la mujer” en universidades de todo Occidente, con la activa colaboración de las propias feministas, y por qué el feminismo en general se ha despolitizado y diluido en las últimas décadas.

En cuanto a las connotaciones “desagradables” a que alude Gerda Lerner, existe una anécdota reveladora: en noviembre de 1993, Ruth Bader Ginsburg, que acababa de recibir su nombramiento en la Corte Suprema de los Estados Unidos, provocó muchas risas cuando en un acto en su honor en la Universidad de Harvard contó por qué años atrás, en sus litigios a favor de las mujeres ante esa misma corte, a principios de la década de ochenta, empezó a hablar de “discriminación de género” en vez de “discriminación sexual”. “Todo se lo debo a mi secretaria en la escuela de Derecho de Columbia, cuando me dijo: ‘Me la paso mecanografiando para usted estos expedientes y artículos y la palabra sexo aparece en todas las páginas. Sexo, sexo, sexo. ¿No se da cuenta de que esos nueve hombres de la Suprema Corte oyen la palabra y su primera asociación no es lo que usted quiere que piensen? ¿Por qué no usa mejor la palabra ‘género’? Es un término gramatical y servirá para conjurar esas asociaciones distractoras”.

¡Cómo iba a imaginar la secretaria de Ruth Baden Ginsburg que su prurito iba a influir sobre la política internacional de las siguientes décadas y cambiar el curso de la historia! Cuánto no le deberá la Declaración de Beijing a esa mujer, y nunca nadie le ha dado el crédito.

Como se sabe, en inglés se usa la palabra “sex” no sólo para referirse al “sexo” como lo entendemos en su sentido biológico como contraposición a “género” sino para hablar de relaciones sexuales o eróticas. En español también lo hemos adoptado y se usa mucho, ya no sólo entre adolescentes, el feo anglicismo “tener sexo”, “querer sexo”. Entonces, también en nuestra lengua “género” es un eufemismo para evitar esas asociaciones, resulten o no desagradables. Y, como se ve, hasta mujeres que lucharon por los derechos de las mujeres han empleado la palabra de manera eufemística.

En conclusión, la palabra “género” dentro del feminismo ha sido equívoca desde un principio, y no necesariamente sin querer. No tenemos por qué aferrarnos a un término que, por mucho que haya funcionado en algún momento para teorizar, en vista del caos de nuestros días puede ser que a estas alturas el balance arroje más problemas que beneficios. Podemos prescindir de él perfectamente. Haz la prueba.

Presento a continuación algunas ideas para desterrar la palabra “género” de nuestros propios análisis, según la acepción:

  • En vez de “género” como sistema, podemos usar “patriarcado”, o una expresión que usa Sheila Jeffreys: “sociedad masculina supremacista”.
  • Perspectiva de género: perspectiva feminista
  • Roles de género: roles sexuales
  • Esteretipos de género: estereotipos sexuales
  • “Género” como comportamiento: masculinidad y feminidad o, como prefiere Sheila Jeffreys, ‘comportamiento masculino-dominante’ y la feminidad como ‘comportamiento femenino-subordinado
  • Violencia de género: violencia masculina, violencia contra las mujeres
  • Discriminación de género: discriminación basada en el sexo
  • Diversidad de género: el hecho de que no todo mundo es heterosexual
  • Igualdad de género: igualdad entre hombres y mujeres
  • Persona inconforme con el género: alguien que no encaja en los estereotipos sexuales o que no performa roles sexistas
  • Identidad de género: alma / personalidad / identidad de estereotipos sexuales

Así, pues, si queremos claridad, y de paso desligarnos del feminismo liberal y del transgenerismo, propongo que nos planteemos muy en serio dejar de usar la palabra “género” en nuestros análisis y discursos, como no sea para citar lo que otras personas dicen o creen.

Laura Lecuona. Filosofía en la UNAM. Traductora y editora,. Autora del ensayo «Las mujeres son seres humanos» (Secretaría de Cultura, 2016). De vez en cuando desempolva su formación en filosofía y escribe sobre temas de interés feminista

https://tribunafeminista.org/2022/03/dejemos-de-hablar-de-genero/

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