El derrumbe de Alan García (2016-2019)

Carlos León Moya

García tuvo dos carreras: una persiguiendo el poder político, y otra escapando de la justicia. El ocaso de ambas se dio en paralelo.

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Cuando tenía 5 años me obsesioné con un mueble ubicado en la sala de mi casa. Dos de sus puertas estaban cerradas con llave. Deseaba averiguar qué era tan valioso para guardarlo así.

Intenté abrir sus puertas con un alambre, después con un cuchillo. No pude. Opté por buscar la llave misma.

Fue fácil encontrarla. Estaba sobre el mismo mueble, tapado con un plástico blanco con forma de mariposas. Me subí a una silla y estiré el brazo. Mi mamá estaba al lado, tipeando en la máquina de escribir sin mirarme.

Bajé y abrí el cajón. Estaba repleto de billetes, fajos y fajos de billetes en un cajón que tenía casi mi tamaño. Me sentía millonario.

Fui sacándolos poco a poco, como si me fuesen a descubrir. Mi mamá no decía nada. ¿Por qué, si yo tenía prohibido tocar dinero ajeno?

Me adelanté.

-Mamá, ¿puedo jugar con esto?

Me miró de reojo.

-Sí. No sirven.

Eran intis. Un cajón de un metro lleno de intis de todos los colores y con todas las caras posibles, diez, cincuenta, cien mil, Vallejo, Túpac Amaru, Haya de la Torre. No me pude llevar todos. Saqué unos cuantos fajos y me los llevé a mi cuarto a jugar a que era un banco. Un día me puse a ordenarlos por denominación. Otro día, por fecha de emisión.

Esos billetes inservibles por la hiperinflación son mi más claro recuerdo del primer gobierno de Alan García (1949-2019). Recuerdo colas, apagones, escasez, pero nada más claro que un cajón lleno de intis que utilicé como juguete.

Un obituario de García implicaría abordar sus casi 40 años de carrera política a nivel público, y otros tantos más lejos de cámaras y periodistas. Era el último líder político del siglo XX en actividad, si tomamos en cuenta que Alberto Fujimori está retirado y que el resto no son líderes en verdad.

Pertenecía a esta estirpe en extinción de políticos a tiempo completo, aunque su caso va aún más allá. Todo en la vida de García fue político, desde su nacimiento hasta su muerte. En mayo de 1949, con una semana de nacido, Nita Pérez lo llevó a la prisión El Sexto a que lo conociese su padre, Carlos García Ronceros, entonces en prisión por su militancia aprista. Era el gobierno dictatorial de Manuel Odría. En abril del 2019, una semana antes de la declaración de Jorge Barata ante los fiscales peruanos, Alan García se disparó en la cabeza cuando iba a ser encarcelado por cargos de corrupción. Es el gobierno democrático de Martín Vizcarra.

Entre ambos sucesos está su infancia en un hogar aprista. Su militancia universitaria, el Buró de Conjunciones, sus estudios en París. La Asamblea Constituyente, su elección como Secretario General del APRA, la primera Presidencia. La huida a Colombia, el tiempo que vivió deprimido en París, el mítico regreso.

Están también las masacres, las desapariciones forzadas y las incontables acusaciones de corrupción de su primer gobierno, las cuales nunca afrontó. Se suman la mediocridad económica y la documentada corrupción de su segundo gobierno, cuyo proceso legal quiso evadir por cualquier medio posible.

Digámoslo así: la amplia carrera política de García fue también una larga carrera por evadir a la justicia. Ambas fueron todo el tiempo de la mano.

Su carrera política llegó a su punto más bajo en abril del 2016, y su carrera contra la justicia la empezó a perder en noviembre del 2018. Desde entonces, García estuvo por fin acorralado por la justicia, y su margen de escape se reducía más y más. El político más odiado de 1990 había logrado redimirse una vez, pero no parecía posible que el político más desaprobado del 2019 pudiese hacer lo propio.

Es esta última etapa la que prefiero abordar. El último episodio de su larga y contradictoria vida.

2

Si asumimos que García es un político motivado principalmente por el poder, este último episodio tiene como inicio la elección presidencial del 10 de abril del 2016.

Aquel domingo, su renovado sueño presidencial se derrumbó. Él, que había logrado siempre resultados electorales asombrosos, obtuvo apenas el 5% de los votos.

García quería pasar a la historia como el único peruano elegido tres veces Presidente, quería que su segundo gobierno sea catalogado como el mejor de la historia. No logró ninguno de los dos. Además, a punto de cumplir 67 años, parecía acercársele la hora del retiro, la cesión de la posta. En otro político eso sería un acto normal y previsible. En García parecía la admisión de un fracaso.

Quizá me equivoque. Quizá deba poner como inicio el domingo anterior, 3 de abril.

Hasta entonces, García salía casi siempre incólume de cualquier entrevista, sea por la mediocridad de los periodistas, sea por su gran habilidad retórica. Evadía las denostaciones con su usual sonrisa. Nunca perdía la calma. Parecía confirmar lo que todos decían de él desde los ochenta: es corrupto pero muy inteligente. Habla y convence como nadie. Es un ladrón. Es un genio. Un hipnotizador.

El 3 de abril, sin embargo, aquel García invulnerable se derrumbó frente a todo un país. Por azar, le tocó enfrentar a Fernando Olivera Vega en el debate presidencial. Y este hizo algo que nadie había podido hacer con García hasta entonces.

Humillarlo.

Olivera repitió una lista de delitos frente a un García desprovisto, enmudecido. No era una entrevista. No podía responder. Su sonrisa era forzada, inútil. Cuando fue su turno ni siquiera contestó. Siguió con el aburrido y mediocre guión que llevaba preparado: aquel gran orador de plaza era gris y triste en los nuevos formatos. Peor aún, su guión dio a Olivera la oportunidad de retrucar con una frase que luce hoy premonitoria.

-A ese Nuevo Sepa de la Amazonía (que García propuso) usted irá a trabajar, condenado por la nueva justicia.

En una mitad de la pantalla Olivera seguía con sus ataques. En la otra, García aparecía perdido, incómodo, desencajado, mirando sus notas como si quisiera esconderse entre ellas.

La humillación suele estar acompañada del respaldo al humillado. En este caso fue al revés. El respaldo fue hacia el humillador. Olivera fue visto como un justiciero. ¿Cuántos en sus casas celebraron sus palabras? ¿Cuántos lo comentaron entre risas a sus amigos y familiares? ¿Cuántos dijeron “bien hecho”? Era un desfogue: alguien por fin le decía a García “sus verdades”.

Este derrumbe tenía dos caras. Por un lado, el penoso 5% de votos que obtuvo. Por otro, el repudio que García había acumulado y que llevó a que (cientos de) miles de peruanos gozaran con su humillación en televisión nacional.

García no era ya aquel joven catalogado como inteligente, culto y persuasivo. Aquel mito que dirigió el peor gobierno de nuestra historia republicana y aun así fue elegido Presidente por segunda vez. Un supuesto genio de la política.

García aparecía como un hombre mayor, torpe, desorientado, sin capacidad de convencer a nadie de las supuestas bondades de su segundo gobierno. Ningún genio postula solo para ser vapuleado.

Ya no era el futuro diferente. 36 años después de aquella frase, García se había convertido en el pasado.

3

En la política peruana todo es temporal, hasta la derrota. Por eso, García pudo haberse reconstituido. Pudo esperar, agazapado, el mejor momento para volver. El rápido deterioro de Kuczynski, junto al reciente desgaste de Ollanta Humala, pudo haber aliviado en algo su imagen. Después hubiese podido insistir en ser el mejor entre los malos: mi gobierno fue mejor que los otros, el crecimiento, la pobreza, la anemia. Eran tiempos mejores. Conmigo volverán. Pudo. Pudo. Hubiese.

Pero el 21 de diciembre de ese año, ocho meses después de su derrota, el Departamento de Justicia de los Estados Unidos reveló que la empresa brasilera Odebrecht había pagado 29 millones en sobornos a altos funcionarios del Perú entre el 2005 y el 2014. Y Odebrecht estaba dispuesta a delatar.

Desde entonces, el cerco judicial alrededor de García fue cerrándose lentamente. No de manera lineal, por supuesto. Nada en la historia del Perú es lineal.

4

García, enfaticemos, tenía una larga carrera escapando de la justicia peruana. Y si su carrera política fue extraordinaria, también lo fue su carrera de escapista: nadie en el Perú ha sido tan hábil y eficiente como él para sortear a la justicia. Sus acciones iban desde no tener ninguna cuenta a su nombre hasta pedir una y otra vez el cambio de los fiscales que lo investigaban.

Sin embargo, el Perú que enfrentó García entre el 2017 y el 2019 era muy distinto al que había enfrentado antes.

En primer lugar, ya no podía influir en la Fiscalía y el Poder Judicial con la misma eficiencia que cuando era Presidente. Antes las acusaciones en su contra terminaban atrapadas en la Fiscalía, o era simplemente excluido de los casos. Ahora tenía como rival a un pequeño grupo de jueces y fiscales dispuestos a apresar a los peces gordos, algo tan inusual como suicida. Los jueces dictaminan con severidad quizá excesiva, es cierto, pero con una independencia que antes no existía.

En segundo lugar, a nivel discursivo, ya no podía evadir su responsabilidad en los actos de corrupción que había cometido. García el escapista siempre fue muy cuidadoso en evitar que las pruebas llegasen a él; en eso se basaba su supuesta inocencia. Siempre había testaferros, cuentas en lugares lejanos (antes Gran Caimán, ahora en Andorra), pocos signos exteriores de riqueza. Y mantenía con los presuntos involucrados vínculos de lealtad que aseguraban el silencio (antes Agustín Mantilla, ahora Luis Nava). Por eso, al responder, siempre tenía una salida: dónde están las pruebas, eso no llega hasta mí. Siempre lo dejaba a nivel de un funcionario de rango medio-alto, “las ratas”, pero aseguraba que no llegase hasta él, él no tenía cómo saber, “yo no veo el corazón de las personas”.

Pero ahora, a diferencia de antes, había un delator. El corruptor hablaba y entregaba pruebas. Y estas, entregadas a cuentagotas, iban cercándolo más y más. Y los fiscales, a diferencia de antes, las usaban. Los destapes de Odebrecht debieron ser para él como una marea que sube y sube con los meses, y aunque la quieras evitar, sabes que tarde o temprano te va a cubrir.

En tercer lugar, su poder sobre la prensa peruana disminuyó. Sí, podía tener relación directa con los directores de los principales medios de comunicación y sus periodistas estrella, o estos, en usual actitud cortesana, podían darle un trato preferencial sin que él se los pida (basta mirar las portadas de La República y El Comercio de ayer, o la lamentable cobertura televisiva). Pero García no pudo lidiar con los nuevos equipos de investigación de esos mismos medios, o portales como IDL Reporteros, ávidos por acusar a los políticos de mayor peso. Por supuesto, mucha de la información que utilizaban venía, seguramente, de la propia Fiscalía. Sí, pero la publicaban. Aparecía. García no tenía capacidad de censura. Y esa información publicada era usada en su contra en las entrevistas, de donde ya no salía indemne.

En cuarto lugar, utilizó el peor canal para sus respuestas. Aunque García todavía podía manejar a los reporteros de la calle con su retórica habitual, se había vuelto sumamente vulnerable al escrutinio de las redes sociales. Acostumbrado a la impunidad que otorga el olvido, García solía negar frases suyas en las entrevistas: yo no he dicho eso, esos son inventos, usted está mintiendo. Pero esa estrategia dejó de funcionarle con todas sus declaraciones al alcance, con todos los documentos en su contra disponibles. Era rápidamente desmentido, por periodistas o ciudadanos comunes, y muchas de las respuestas llegaban a los propios medios de comunicación. Siempre fue García una caja de mentiras, pero nunca hubo tantas personas dispuestas a desmentirlo de manera gratuita.

Aun así, el último García escogió a las redes sociales como el medio privilegiado para sus declaraciones de defensa. Y fue penoso. Las haya manejado él o un grupo de jóvenes, el García de Twitter lucía igual al García público: desorientado, perdido, atontado, lejos de la supuesta genialidad que se le atribuía antes. Ninguna de sus defensas virtuales fue eficiente. Al contrario, sirvieron para que un grupo cada vez más grande de personas pensase que ahora sí estaba cercado. Si sus defensas televisivas de antaño lo mostraban seguro y confiado, el que no la debe no la teme, el último García de internet se mostraba asustado y vulnerable.

Si sumamos el debate del 2016, parecería que García siguió siendo un político del siglo XX que no pudo adaptarse a los formatos de lo que va del siglo XXI.

En quinto lugar, García ya no podía manejar a la opinión pública con la misma facilidad de antes. En esto, García destacó claramente sobre el resto. Él instalaba los debates, él marcaba la cancha, él ponía la agenda. Sabía muy bien cómo cambiar los temas de discusión, siempre apoyado por los grandes medios de comunicación que, hasta dos días después de su muerte, suelen seguir de manera acrítica lo que García quería instalar. Cualquier declaración delirante suya era convertida en noticia, y después en tema de agenda pública. Hoy por ejemplo hablamos de su trágico suicidio y su “extraordinario pasado”, pero no de las acusaciones de corrupción que estaban a punto de llevarlo a prisión.

García pudo, por ejemplo, arrinconar a Ollanta Humala con sus declaraciones y con el término “reelección conyugal”. Pero no le funcionó con Vizcarra. Intentó cambiar el tema hacia el “desgobierno” y la “inacción”, y fracasó. Intentó arrinconarlo con el aumento de la anemia, y fracasó. Buscó finalmente mostrar a Vizcarra como un cruel dictador que lo perseguía, una vieja estrategia que utilizó antes con Fujimori (“la corrupción de mi primer gobierno era en verdad un invento del dictador Fujimori para perseguirme”) y con Humala (“la corrupción de mi segundo gobierno es en verdad un invento del dictador Humala para marginarme”). Y fracasó. La razón no está, creo, en la mágica muñeca de Vizcarra, sino en que las pruebas que Odebrecht iba entregando eran muchísimo más fuertes que él. Los otros políticos iban cayendo, y era claro que él era de los próximos. Sus intentos de ataque no eran vistos como preocupaciones legítimas, sino como acciones desesperadas ante su inminente derrumbe.

Sumémosle un sexto componente: esta vez García no podía escudarse en el poder político. No era Presidente y su bancada era minúscula. Aunque su alianza con el fujimorismo llevó a que no fuese tocado por la comisión Bartra, eso no detenía el trabajo de la Fiscalía. Quizá la única forma de parar la investigación, desde el poder político, era a través de la Presidencia. Quizá también por eso postuló el 2016, pese a que todo auguraba un fracaso.

Todo esto conformó una tormenta perfecta que García nunca vio antes. Primero, el corruptor hablaba y presentaba pruebas. Segundo, la Fiscalía usaba las pruebas en lugar de ocultarlas. Tercero, un sector de la prensa difundía las pruebas y señalaba a los presuntos responsables. Cuarto, el medio que utilizaba García para su defensa le jugaba siempre en contra. Quinto, nunca pudo cambiar el tema de debate como hacía antes. Y sexto, el poder político que tenía era insuficiente para parar las investigaciones en su contra.

La carrera del escape se había convertido en un laberinto.

5

Desde el 31 de octubre del 2018 en que Keiko Fujimori fue trasladada a prisión, quedaba claro que el siguiente en la lista era Alan García. Y desde entonces, tenemos al García más errático que podamos recordar.

No creo en absoluto que García haya sido un genio: el calificativo es producto de nuestra triste tendencia a magnificar las cosas. Sí era una persona inteligente y tenía un talento especial para la política de antes. Solo por esas dos características sorprende lo impreciso y desorientado que estuvo en los últimos seis meses. No solo era torpe para los estándares de García: era torpe para cualquier estándar.

Su huida a la embajada de Uruguay, por ejemplo, trajo dos conclusiones que jugaban en su contra. A diferencia de lo que repetía, García estaba dispuesto a huir y haría todo lo posible por evitar caer en manos de los fiscales. Y a diferencia de lo que pregonaba, nadie en el mundo veía con malos ojos lo que ocurría en el Perú, nadie veía persecución, nadie encontraba la supuesta amenaza dictatorial. Todo le salió al revés.

Y es que quizá a este último García, acorralado y desprovisto, debemos verlo con otros ojos. Sus constantes errores políticos pueden ser producto de un mal cálculo, pero también pueden ser producto del pánico.

“El que no la debe no la teme”, decía en los 90. Ahora, con la tormenta perfecta que lo acorralaba, es muy probable que García haya estado realmente afectado por el temor. Pudo ser una persona inmovilizada en una orilla mientras la marea sube hasta su pecho, luego hasta su cuello, llega finalmente a su nariz, a sus ojos, y sabe que pronto lo va a tapar. Si el sábado tuvo quizá una chispita de esperanza con el bajón de Vizcarra en las encuestas, el domingo, con el destape de los 4 millones de dólares para Luis Nava Guibert que apuntaban directamente a él, debió ser como sentir que el agua llegaba finalmente a su frente.

García tenía terror a la humillación. No estaba dispuesto a soportar otra más. Para él, aparecer esposado era humillante. Quizá, en la distorsionada narrativa que tenía de sí mismo, él solo era un ex Presidente elegido dos veces por el pueblo y no un acusado por corrupción que debía, como cualquier ciudadano, afrontar a la justicia en lugar de escaparse de ella.

García no tenía la edad de Keiko Fujimori. Ella pudo aparecer enmarrocada y con un chaleco de detenida, pero guarda la esperanza de poder rehacer su vida política aún con una sentencia en su contra. García ya no. Pudo haber hecho eso a los 41 años, pero no a los 69. Sea por el peso de las evidencias, sea porque creyó en su propio mito del perseguido, García debió tener en claro que, si lo llevaban a prisión ese día, era para ya no salir.

Acostumbrado a escapar, estaba acorralado.

Acostumbrado al poder y su ostentación, estaba desprovisto de él.

Acostumbrado a culpar a los otros de sus problemas judiciales (Alberto Fujimori, Ollanta Humala, Martín Vizcarra), estaba a punto de responder por ellos.

Hay quienes sostienen que García no quería ser un trofeo de sus enemigos. Debe ser cierto. Pero no lo exculpemos. Una carrera escapando de la justicia se termina, precisamente, cuando la justicia te atrapa.

6

Sorprenden sobremanera los benévolos balances sobre García en la prensa nacional. Es cierto: su trágico final cambió los términos de la discusión. Ya no hablamos de las pruebas de corrupción en su contra, sino de su vida, sus gobiernos, su oratoria, su familia. Si ese fue uno de los objetivos de García -yo sospecho que sí-, pues tuvo un gran éxito. Esta vez sí cambió la discusión, puso la agenda, arrinconó a sus adversarios.

Pero eso es el corto plazo. En el largo plazo, García pasará a la historia como lo que realmente fue.

Un buen candidato, pero un pésimo Presidente.

Un opositor que siempre se dijo víctima del oficialismo, pero que trató con dureza a sus opositores cuando Presidente.

Una persona con dos carreras. Una persiguiendo el poder político. Otra escapando de la justicia.

Un político que nunca respondió por sus presuntos e innumerables delitos.

Y, de probarse las acusaciones de la Fiscalía, podríamos decir aún más.

Un Presidente que hizo de la corrupción una política pública.

Un Presidente que nunca asumió la responsabilidad de sus actos. Que prefirió siempre culpar a sus subordinados. Que llamaba persecución política a la búsqueda de justicia.

Un ex Presidente acorralado y desprovisto que, cuando por fin iba a ser detenido y llevado a un banquillo tras 29 años de evasión, subió las escaleras, se encerró en su cuarto, sacó una Colt 38 y se atravesó el cráneo de un disparo.

Según su secretario personal, García le narró cómo utilizó esa misma pistola el 5 de abril de 1992. Luego, le dijo:

-Cuando disparé, sentí poder.

Tras pronunciada su muerte, la Fiscalía siguió allanando su casa.

https://carlosleon.lamula.pe/2019/04/19/el-derrumbe-de-alan-garcia-2016-2019/carlosleon/

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