Lo que queda del Apra

César Hildebrandt

Muchos se pregun­tan qué queda del Apra después de la fulminante de­cisión de Alan García.

No queda nada. Queda un atarantador de la oratoria de plazuela que ame­naza a medio mundo. Queda un viejo aspirante que balbucea naderías y que parece ahora arrepentirse de haber sido tan ingenuo. Quedan las viejas turbas dadas al grito y a la épica del bividí en exhibición y la calumnia en ristre.

Seamos justos: García terminó de destruir lo que Haya de la Torre había derribado desde su violenta derechización, expresada en el libro “Treinta años de aprismo”.

El partido de estirpe marxista que propuso originalmente el antiimpe­rialismo continental se avenía ahora a concebir el “interamericanismo demo­crático sin imperio”. Y lo hacía el mis­mo año en que Estados Unidos, con la CIA de por medio, deshacía el gobier­no guatemalteco de Jacobo Arbenz y ponía en su lugar a un títere uniforma­do llamado Carlos Castillo Armas. La farsa aprista había empezado.

Conversar era pactar. Y dos años después, en 1956, empezaba la convi­vencia con Manuel Prado, el más cursi representante que hubiese podido in­ventar, el civilismo sin bibliotecas del siglo XX.

Y siete años después, en 1963, Haya llevó al Apra a pactar parlamenta­riamente con las huestes de Manuel Odría, que era la versión gamonal y con olores de melaza de la derecha podrida del Perú. Esa coalición, que ahuyen­tó a un puñado de apristas decentes, impidió que el tibiamente reformista Fernando Belaunde Terry ejecutara la reforma agraria que se había propues­to. Ver a la cúpula aprista gozando de la vida con Julio de la Piedra, el rey de los rones Pomalca, era como asistir a una película de terror hecha por un mal comediante. El Apra había muer­to doblemente. La socialdemocracia, el socialismo democrático, era ahora una mortaja. El Apra había llegado a ser lo que la derecha siempre quiso que fue­ra: la proveedora de masas del proyec­to inmovilista de toda la vida.

Lo que quedó, al morir físicamen­te Haya, fue una guerra de caudillos. Ganó Villanueva y perdió Townsend, pero Villanueva pensaba como Town­send y Townsend, más allá de su ho­nestidad personal, pensaba como el último Haya. Al final, como se sabe, perdieron los dos.

Y entonces vino García, fue un fenómeno de carisma precoz, populari­dad sin cercos, esperanza de un futuro diferente. El Apra lo puso en su sitio. Ni la cámara de senadores, dominada por el partido, lo siguió en el tema de la estatización de la banca. Fue el caos. Las cucarachas, más hambrientas que nunca, prosperaron. El presidente, que ya había conocido la codicia en la campaña electoral, per­dió los pocos escrúpulos que le quedaban. Fue un gobierno que empezó en la izquierda hemisférica terminó en la comisaría de Cotabambas. Fue el anarcolatrocinio. Toto Riina podría haber sido ministro de ese régimen, del mismo modo que Sergio Siragusa, su paisano, pagaba coimas presidenciales por un tren que no llegó a hacerse. Tatán podría haber sido primer ministro y su mujer, La Rayo, lo hubiese hecho requetebién en el Ministerio de la Mu­jer aún por descubrirse.

Pero todo eso sucedió porque el Apra que dejó Haya era una maquina­ria de avideces, una construcción electoral. Ya no había ideas purificadoras ni metas que ennoblecieran ni utopías que soñar. García quiso quebrar esa inercia que conducía al delito masivo, pero fue derrotado. Lo vencieron el viejo partido sectario, donde el narco Langberg acampaba, y su propia debi­lidad por el dinero fácil.

Ahora se preguntan qué queda del Apra.

El Apra de hoy, viuda de García, se reduce al doctor Erasmo Reyna chan­tajeando sentimentalmente a Jorge Barata para que no mencione a Alan García (“muerto en un charco de sangre, yo lo vi”) en sus confesiones sobre coimas, tercerías y encubrimientos. EL hampa abogadil al servicio, como siempre, del silencio. La respuesta de Barata, pasada la impresión del abordaje extorsivo y grabado, ha sido, sin embargo, contundente:

1) “Nava y Atala eran los Maiman de García”.
2) “García sabía de los sobornos recibidos por Alejandro Toledo y conocía de dónde procedían. Me lo contó Nava en su casa de playa”.
3) “Se pagó 4 millones de dólares a Luis Nava Guibert, secretario de García, para agilizar los proyectos. Y los proyectos se agilizaron”.
4) “El dinero remitido a Andorra para Miguel Atala (1’300,000 dólares) era parte del arreglo con Luis Nava”.
5) “Nava era el hombre que abría las puertas de Palacio”.
6) “Nava exigía rapidez en los cobros. Por eso se creó Ammarin Investment”.
7) “Nava no estaba en capacidad de influir en la marcha de ningún proyec­to si es que no usaba el nombre de Alan García”.
8) “Le sugerí a García, en un viaje aéreo, que las obras del Metro de Lima se contrataran por licitación pública con fondos del Estado. García emitió decre­tos de urgencia que permitieron eso”.

Y hay 4,000 folios que habrá que estudiar.

Eso es lo que queda del Apra.

Por más que griten, insulten o ame­nacen: lo que queda del Apra son va­rios expedientes judiciales, un aboga­do mañoso, un grupo de congresistas aliados con el fujimorismo. García había edificado su leyenda. El partido no tenía la suya. Lo único que puede hacer ahora el Apra es aferrarse al mito de un García que ignoraba la podre­dumbre de sus funcionarios, allegados y testaferros. Lo que quiere decir que, aun muerto, García los sigue manipu­lando. Esto significa también que para salvar la farsa de la inocencia alanista el Apra tendrá que usar los mismos argumentos que sus seguidores izaron para limpiar a Alberto Fujimori: que no sabía nada de lo que hacían sus entenados y secuaces. Por eso el Apra y el fujimorismo parecen más hermanos que nunca. Esta será, probablemente, la última de sus convivencias.

Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N° 442, 26/04/2019 p. 12

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