La vejez

César Hildebrandt

Veo a Jane Fonda apresada seis veces por protestar. Que terca es esta vieja maravillosa que tiene 82 años y mantiene la fuerza para gritar, frente al Congreso de los Estados Unidos, que el cambio climático es una realidad y que hay que luchar para que la vida de nuestros descendientes no empeore por nuestro egoísmo. Es la misma Fonda que alguna vez fue a Vietman del Norte a apoyar “al enemigo” y a tomarse una foto sentada en una batería antiaérea destinada a cazar a los aviones asesinos de Nixon y Kissinger. Es cierto que pidió perdón por eso y que terminó casándose con un magnate de la TV, pero nadie pudo borrar esa imagen de temeridad cosmopolita que marcó su juventud.

Hace muchos años, cuando la juventud me hacía sentir inmortal, deseaba no llegar a viejo. Los viejos me parecían aburridos, repetitivos, cínicos. Cuando hablaban de sí mismos, decía, mentían como andaluces y se inventaban la mitad de las historias con que nos intentaban deslumbrar. El arte de la autocomplacencia senil, pensaba, jamás sería el mío. Es más, en cada viejo solía ver un perfecto itinerario de la decadencia. Si alguien había sido fogoso luchador por los derechos de los débiles, de viejo se mostraba como un conservador que odiaba su propia memoria. La vejez, desde esa perspectiva, no era sólo el decaimiento de las energías y la blandura de las carnes sino la más minuciosa de las traiciones. En cada viejo yo miraba una retratación, una conversión degenerada, un suicidio emocional. La vejez era lo que quedaba después de la renuncia.

De modo que por alguna razón que no tenía muy clara pero que me hacía amar la lozanía y preferir la desfachatez de la juventud, deseaba morir prematuramente. Gracias al destino estuve a punto de cumplir ese deseo, pero algo se interpuso –el doctor Chiappe, de la Clínica Americana, las ganas de seguir viviendo- y resulté, como todos, un sobreviviente cada vez más aferrado a este pulso misterioso que es la vida.

¿Qué me hizo cambiar de parecer?

Entendí entonces que la vida es un mandato que contradice nuestras melancolías y que había que tener el coraje de plantarle cara a todo aquello que amenazara nuestras convicciones. Así de sencillo. Desde mi adolescencia me hice un juramento: no militar en las derechas, huir de los dogmatismos de la izquierda estalinista, leer hasta que la muerte nos separe, amar todo lo que pudiera a la mujer que lo tolerase, maldecir a los toreros, no dejarme comprar por las tentaciones de los que Basadre llamó podridos, no creerme las ilusiones del poder mediático.

Me ha costado una vida ser fiel a esos compromisos, lo que no significa que no haya incurrido en errores de otra índole, tan grandes como los que logré evitar. Pero me miro en el espejo y veo al viejo que no quise ser y, simultáneamente, me encuentro, sin necesidad de complacencia alguna, con el mismo terco que hace una punta de años juró que no cambiaría, que no se prostituiría, que no haría de este oficio una miseria de canjes y campañas pagadas e intereses compuestos. Detesto a la derecha como cuando hice mi primera entrevista y maldigo a los toreros como cuando, en Madrid, alguien me invitó a verlos hacer sus destrozos en Las Ventas. Sigo aquí, no sé por cuento tiempo, peleando con todo aquello que, en mi opinión, merece ser rechazado. Sigo pensando que el Perú es un país enfermo de desigualdad y contrahecho por una clase dominante que vivió y vive en el más suicida de los egiosmos. Sigo creyendo que no hemos llegado a ser un país porque tampoco alcanzamos a ser una nación. En suma, en este señor que se asoma en el espejo sigo viendo al delirante que creía (y cree) que las cosas pueden cambiar y que las desdichas nacionales son evitables.

La vejez no ha sido para mí un viaje inverso, una dimisión, un almacén de coartadas que me justifique. No tengo en las venas el vinagre de los que el tiempo desfiguró por fuera y por dentro. Con eso me basta.

Fuente: “HILDEBRANDT EN SUS TRECE” N° 467, 08/11/2019 p.12

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