Una farsa colosal

César Hildebrandt

Las “Metamemorias” de Alan García son un homenaje a la impostura y, en muchos sentidos, una contribución involuntaria a la ciencia psiquiátrica. También son, paradójicamente, un desfile de olvidos cuidadosamente planeados.

Las inverosimilitudes pueblan el libro. García cuenta que, cuando cumplió cinco años, su entrañable abuela Celia le leyó “La conquista del pan”, de Kropotkin, y “El alma del niño proletario”, de Rühle. Y a los 8 añitos recibió, como regalo de cumpleaños, “Resurrección”, de Tolstoi, que leyó disciplinadamente. Esos textos lo desilusionaron. “Todo ello hizo que en mi vida fuera muy pocas veces a Rusia”, dice en la página 30. Todo un salto temporal y dialéctico.

García se especializa en reivindicar traidores, como hizo aquí con Miguel Iglesias. Por eso ensalza al coronel Rafael del Riego, que en 1820 saboteó la expedición española que debía partir de Cádiz a América para restaurar el dominio español. Del Riego le hizo un favor a la causa de la independencia americana, sin duda, pero fue un monstruoso infiltrado en las filas de la monarquía española zarandeada por Napoleón. García reclama halagos y monumentos para quien terminaría ejecutado por el cruel Fernando VII. Y cita a Maquiavelo, una de sus fuentes de sabiduría recurrentes: “Quien construye sobre el pueblo, cons­truye sobre el barro”. La tesis del perro del hortelano parece latir en esa cita.

El expresidente rinde su homenaje a Mirabeau, aquel personaje a quien Luis XVI le pagaba un sueldo por lo bajo, y pone esta lápida sobre su memoria: “Triste fin para la mayor inteligencia de la revolución” (página 133).

Y respecto de Danton, ninguna precisión sobre el escándalo financiero en torno a la liquidación de la Compañía de las Indias: “…a Danton lo perdió la confianza en su oratoria incendiaria”. Y cuando Danton pierde su reputación, García casi intercede por él: “Pocos -o nadie- defienden al que está en desgracia”. Salta a la vista: García es Mirabeau y Danton a la vez.

Llegamos a la muerte de Haya de la Torre. García no dedica una sola palabra a la crisis depresiva que sufrió y a su internamiento en una clínica que fue un hecho público y notorio. Cuando describe el entierro del fundador aprista en Trujillo, la prosa aspira a la épica: “Los campesinos norteños semejaban guerreros nórdicos cargando el cuerpo del héroe, mitad mito, mitad verdad”.

García cita a Haya de la Torre diciendo de Luis Alberto Sánchez que “no puede compararse a un verdadero intelectual europeo” y definiendo a Andrés Townsend como “un gringo viejo con mucha influencia familiar”. Y en relación a Villanueva del Campo, señala que Haya no le exigía “intelecto o cultura”. Vaya devastación. Vaya segadora. Y vaya manera de rebajar a Haya, su presunto rival al fin y al cabo.

Hay muchos errores históricos en un libro que fue escrito durante un tiempo prolongado y que pudo ser eventualmente corregido. En la página 172, por ejemplo, García le atribuye a Fernando Belaunde haber calificado de “abigeos o ladrones de ganado” a los senderistas que irrumpieron en 1980. Grosera desmemoria: esa calificación se dio durante el primer belaundismo y se refirió a la guerrilla del MIR de Luis de la Puente Uceda. Tampoco fue frase de Belaunde sino, como lo ha recordado Aldo Mariátegui, de su ministro del Interior.

“Alguna vez, en el automóvil hacia su casa, le escuché decir: es bueno que se desflemen”, relata García. Se refiere al momento en que la Asamblea Constituyente de 1978 asistió a un festival de discursos jacobinos provenientes de la numerosa izquierda allí representada. Pero resulta que esa frase no se la dijo Haya a García sino que fue un comentario público al que muchos periodistas, que cubríamos los debates, pudimos acceder.

García habla de Sendero y lo condena, pero no recuerda que, lindando con el crimen de estado, alabó la mística senderista a raíz de la muerte y el entierro, en olor de multitud, de la sanguinaria Edith Lagos.

Y en relación a Carlos Langberg, el narco que llegó de México, dice que no apoyó a Villanueva del Campo en 1980. Esa es una de las mentiras más patéticas del li­bro. Langberg y parte de la plana mayor del Apra -incluyendo a Villanueva, León de Vivero y Melgar- se pegaban unas encerronas que podrían haber excitado a algún guionista de la vieja serie Miami Vice.

En el año 2002 se produjo una reunión entre Langberg y García. Se trataba de que el narco terminara de vender la casa de Vitarte donde Haya había vivido y que el traficante había comprado a finales de los años 70. García describe la escena en la página 179: “Me recibió solo y con una pistola en la mesa. ‘Todas las noches en la cárcel soñé con este momento’, me espetó. ‘No hay problema’, le respondí, y empuñé mi Smith Wesson”.

García es amigo de sus amigos, no cabe duda. Del corrupto Carlos Andrés Pérez, jefe de los adecos venezolanos y uno de los responsables del nacimiento del chavismo vengador, dice: “el político más político que habría de conocer… Mucho de lo aprendido en la comunicación y el entusiasmo se lo debo a él…”. Cómo no.

La violencia, incluida la letal, no le es ajena. “Finalmente se produjo la ejecución o asesinato de Sánchez Cerro como recurso extremo perpetrado por un hu­milde aprista”, escribe en la página 42. Y en relación al policía que participó en la muerte del militante aprista Manuel Arévalo, García apunta con absoluta sangre fría: “Fue conducido al bosque Matamula de Jesús María y, tras confesar su crimen y pedir perdón, fue ajusticiado”. Así de sencillo. ¿Alguien recuerda al grupo de exterminio Rodrigo Franco?

A Nicolás de Piérola no le reprocha el contrato del guano, su papel de conspirador crónico con sede en Chile, el rol desastroso que jugó como dictador y general en jefe durante la guerra con Chile. Lo que le demanda es no haber muerto en la batalla por Lima. “Muerto en el morro solar habría sido uno de los héroes peruanos junto a Grau y Bolognesi”, escribe. Como si la muerte obrara milagros. Como si nos hablara de su propia muerte.

La experiencia de Bustamante y Rivero, donde el Apra jugó un papel tan funesto como el que jugó la derecha, es abreviada injustamente por García con esta frase: “Ausente el diálogo y la paciencia, todos contribuyeron de una u otra manera al desenlace”.

Mentira ridícula es decir que en 1961 Haya escribió en “Bohemia” un artículo en contra de la revolución cubana. Para ese año “Bohemia” era ya una revista controlada por el régimen de Castro. Y mentira sombría es decir que los dirigentes que se opusieron a la reaccionaria coalición con el odriismo “fueron separados o ignorados”. No, señor. Algunos, como Luis Felipe de las Casas, fueron escarmentados físicamente por la guardia dorada bajo el man­do de Jorge Idiáquez, secretario de Haya.

Y es sencillamente infantil decir, como dice García, que el grupo que custodiaba a Salvador Allende fue una de las causas del golpe de 1973. “Creo que uno de los argumentos del golpe pinochetista fue la existencia del GAP (Grupo de Amigos del Presidente), promovido por el MIR y el grupo socialista de Altamirano”, escribe en la página 94. La complejidad de un fenómeno social y político que provenía de la guerra civil chilena de 1891 reducida a una pincelada de absoluta superficialidad.

A “Oiga”, la imborrable revista de Paco Igartua, la llama “un pasquín golpista”. Y a los militares velasquistas los sablea de esta manera: “escogieron el camino semisoviético en el momento más equivocado”. ¿Ignoraba el señor García que el plan del reformismo militar era enfrentar, precisamente, la posibilidad de una salida socialista alentada desde Cuba? Sobre la reforma agraria, emplea el mismo tono de trovador: “las medidas exageradas y teatralizadas terminan conduciendo al fracaso”.

En relación a la mentada homosexualidad de Haya de la Torre, confiesa: “Los jóvenes lo defendíamos con furia de tal versión y agredíamos a quienes nos la repetían”. Pero en seguida añade con cierta ingenuidad: “era otro tiempo, homófobo, muy primitivo, felizmente superado”.

De la operación Mirage, sólo hay evasivas y calumnias. García dice que el Comité de Adquisiciones de la FAP había robado en la compra original y que a él lo acusaron «la derecha y sus sicarios comunistas». Entiendo que se refiere a Carlos Malpica, autor del imprescindible libro «Pájaros de alto vuelo». Nada dice García de aquel legendario viaje a Egipto con escala en Luxor y de sus reuniones con un reconocible traficante de armas libanés.

Respecto a su primer y apocalíptico gobierno, el cinismo del escritor alcanza alturas celestiales. Admite que con «emisión inorgánica» (o sea imprimiendo billetes) financió obra pública, irrigaciones y crédito agrario y lanza esta frase grandiosa y deliciosamente traída de los pelos: «Ya Herodoto había señalado que los dioses fulminan a quienes quieren destacar demasiado y por ello lanzan sus rayos contra los árboles y sus construcciones más altas».

En 1990, al final de aquel gobierno armagedónico, Abimael Guzmán escapa con las justas de un allanamiento. García dice que ese fracaso tuvo su origen en un soplo del SIN, ya infectado por la presencia indirecta de Montesinos. Lo que no dice es que en marzo de 1990, cuando ese escape se produjo, el SIN, siguiendo órdenes de García, prestaba su valiosa colaboración a la candidatura de Fujimori. La náusea nos aparta rápidamente de este párrafo.

“Volviendo a 1987, en ese año hubiéramos debido comenzar el desembalse de los precios, pero, al no hacerlo, estos crecieron con mayor velocidad que la prevista”, dice García. ¿Mayor velocidad que la prevista? ¿A qué velocidad pensó que irían los precios el señor Daniel Carbonetto, asesor económico de García? ¿A 7,500% anual, tal como sucedió?

La matanza de los penales es otro horror negado. García le atribuye lo de Lurigancho a un oficial borracho de la Guardia Republicana y ninguna responsabilidad asume en relación a la masacre del Frontón.

¿Y la estatización de la banca? García se autocrítica de esta manera: “Lo que debió hacerse con serenidad y a través de regulaciones se hizo de manera emo­cional y patrimonializando el Estado al proponer la estatización de la banca”.

Luego viene el fujimorismo, que él ayudó a crear, tal como se lo confesó a Beto Ortiz. En marzo de 1992 García y Montesinos se reúnen. “Presidente, le hemos preparado los erizos que tanto le gustan”, le dice Montesinos. Dice García que el asesor de Fujimori quería sondearlo. García afirma haber tenido un sueño especial. Haya de la Torre se le aparece y le dice dos veces “Don’t”. García sabe que lo que su líder espectral le está diciendo, en el inglés antiimperialista de 1954, es que no acepte la secretaría general del Apra. Pero García acepta y esa es su perdición. Una semana después se produce el golpe de estado de 1992.

El expresidente describe demencialmente su huida por los techos aquel 5 de abril de 1992: los soldados, que están a veinte metros, no lo ven. “Comprendí que el que no me vieran era el mensaje de una fuerza superior y dejé toda preocupación”. Los superpoderes son así.

García no dice una palabra sobre el origen aceitoso de su fortuna. Nada, abso­lutamente nada. Sobre su exilio en París, apunta: “Y vivía alternando los países y las conferencias políticas con eventuales ocupaciones laborales, como la distribución de bultos en camiones de la empresa Gaiydel, en la ciudad de París, o como consejero para la venta de seguros a los diplomáticos extranjeros”. ¿Alguien puede imaginar a García vendiendo seguros, mandando bultos? No hay una sola constancia de tamaña hazaña de la humildad.

Más fantasioso es lo que sigue. Dice que vendió su casa en Naplo y que la compró un norteamericano llamado Bruce Heafitz, propietario de un casino en Lima. Pónganse los cinturones porque aquí viene un relato a bordo de un Concorde de la fabulación: “Llegó (Bruce Heafitz) una mañana al aeropuerto Charles De Gaulle portando un maletín con el precio de la casa (ciento cincuenta mil dólares) y partimos del aeropuerto al notario Dominique Chaignot de la calle Émile Zola y, ante el asombro de este, firmamos la venta de la casa de Lima y, al mismo tiempo y en el mismo contrato, el pago de la cuota inicial del departamento de la rué de la Faisanderie, y con el representante de la Banque Populaire, el crédito por 30 años por el 70%. Almorcé con el comprador y lo llevé nuevamente al aeropuerto donde se embarcó a Lima”. ¿Un ciudadano norteamericano exponiéndose al trasiego de dinero en efectivo?

Curiosamente, como García reconoce, el norteamericano Bruce Heafitz fue el mismo al que la policía descubrió comprando -por 150,000 dólares precisamente- un protector coxal del Señor de Sipán. El vendedor de esa joya histórica resultó ser un tío de Alan García. El expresidente pretende que no recordemos que la compra del departamento en París se hizo a través de un fideicomiso de poético nombre descubierto por Femando Olivera.

García sigue citando a Vallejo de un modo atroz. “No mueras, hermano, te queremos tanto, pero el cadáver, ay, siguió muriendo”, recita malamente en la página 310. Pobre Vallejo, convertido casi en Pinglo.

Y los delirios crecen a medida que el libro avanza. Dice el narrador que Felipe Zuleta, periodista colombiano y primo de la embajadora de Colombia en Lima, se alojó en el mismo cuarto donde había vivido durante cinco años Haya de la Torre. El fantasma de Haya, de lo más reincidente, se le apareció a Zuleta y exclamó: “Dígale a mi amigo que esta no es la ocasión”. Así explica García la conveniencia histórica de su derrota ante Toledo el año 2001. Lo dice claramente: “No vencí porque no era el momento”. A pesar de la derrota, el hombre se ofreció ante Toledo para ser ministro de Agricultura. Toledo le contestó que él podría perdonarlo, pero que su esposa jamás lo haría. García concluye: “Dios ciega al que quiere perder”.

Mentiroso contumaz, el expresidente se refiere a la existencia de su último hijo: “Además de mis cinco primeros hijos, durante una separación marital, tuve un hermoso niño. La prensa creyó tener una nueva presa para el escándalo. Pero el mismo día ofrecí una conferencia de prensa y, en compañía de la primera dama, lo expliqué, lo acepté y dije que desde su nacimiento el niño había sido legalmente reconocido”. Farsa absoluta. Quien dio la noticia fue este columnista, algo que la madre del niño me agradeció personalmente. Y lo primero que ocurrió es que recibí el desmentido airado (y consentido) de Jorge del Castillo y los insultos habituales en las redes apristas. Pasaron 72 horas para que García reconociera pú­blicamente al niño que había ocultado durante la campaña del 2006.

Cuando García enfrenta a Lourdes Flores Nano, les recuerda a sus compañeros la batalla de Jena, cuando Napoleón ocupa Viena y de inmediato la desocupa. Cuando tiene que combatir a Humala, en la segunda vuelta, recuerda a Waterloo, cuando el duque de Wellington reúne los dos ejércitos -el prusiano y el inglés- para vencer a Napoleón. Sus consejeros le dicen entonces: “Pero Napoleón perdió”. Y García responde: “Es que en este caso yo no sigo la estrategia de Napoleón; represento a Wellington”.

Sobre lo de Bagua, total inocencia. Le echa la culpa a “los paramilitares humalistas” y suelta esta frase moralmente repugnante: “El Baguazo, como lo denominaron los comunistas y caviares limeños, fue en realidad un frío asesinato de dieciséis policías, diez fusilados y seis degollados”. Ninguna mención a los civiles que también murieron en esa tragedia impuesta por sus decisiones y su desprecio por los derechos del interior del país.

Respecto de su segundo gobierno, dice que, más allá de sus éxitos, le faltó algo. “Faltó el combate contra un sector social, el simulacro de la guerra que la audiencia siempre exige para darle un sino trágico a la escena”. Y añade: “Vieja conseja: pan y circo”. A eso se reduce el programa del alanismo, la versión efectivamente teatral de la socialdemocracia traicionada.

Y en relación a los narcoindultos que condujeron a la cárcel a Chinguel, a la vergüenza a su régimen y a la calle a miles de delincuentes, el memorioso dice: “Yo, como hijo de un preso político por ocho años, asumí esa atribución presidencial como una obligación cristiana y de compasión…”. Tartufo es un microbio frente a este señor.

La locura va en aumento. En las páginas 420-421 diseña la hipótesis de que Richard Nixon pudo pagar muy caro su audacia de entablar relaciones con Pekín en 1972. “Pudo costarle, tal vez, que la URSS, a través de la inteligencia castrista, participara en la torpe operación Watergate, donde unos “electricistas” cubanos, tal vez infiltrados en el “exilio” de Miami, dejaron exprofeso las pruebas, unos cables en una oficina sin información importante, que costarían a Nixon el impeachment”. ¿También ignoraba el ecuménico doctor García que lo de Watergate fue una operación formal del comité reeleccionario de Nixon y que se hizo con agentes de la CIA y pleno conocimiento del salón oval de la Casa Blanca y sus allegados?

Peor es cómo define a Trump y al trumpismo: “Es la expresión desorganizada de la globalización en su lado simplificado del tuit y, más que este, del rap, con su habla rítmica sostenida en el flow permanente y el “compromi­so” como intensidad de voz”. ¿Entendió usted algo? Yo tampoco.

Defiende a Chávarry, a los Cuellos Blancos y vuelve a mentir en relación a los vínculos de Odebrecht con su segundo gobierno: “Se comprobó que un viceministro de Transportes y su plana inferior -felones supuestamente técnicos y ajenos al Partido Aprista- habían recibido millones en cuentas de Andorra”.

Ni una palabra sobre Nava o Atala. Nada verdadero sobre el pasado vergonzante, incluyendo a Zanatti, el primer tren eléctrico, el negociado de los dólares MUC.

Su frase más operística quizá sea esta: “Mis adversarios, siempre corruptos, no entienden ni entenderán que, por tener generaciones familiares, ideales y ejemplos humanos, se valora más la historia y el orgullo personal que el becerro de oro”.

“Al fin y al cabo, escribir memorias es escribir olvidos, luchar contra el tiempo”, dice García en una de sus pocas frases transparentes. Escribir olvidos. Ese pudo ser un gran título.

Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N° 473, 20/12/2019

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