De mal en peor

César Hildebrandt

Si Martha Chávez -ese busto a la infamia- dice que no, entonces es sí. Si ella dice que no hay que darle la confianza al gabinete, pues hay que dársela. Y el patético Congreso de los Chehade y los Alarcón le ha concedido 107 votos de respaldo al mediocre equipo de la primera ministra.

¿Habrá que alegrarse?

No tanto. No le quedaba otra cosa al Congreso de los Luna y los Urresti.

El problema no pasa por allí, por ahora.

El gran asunto es la debilidad intrínseca del gobierno del señor Sagasti.

Las bestias parlamentarias ya olieron sangre. Han diferido el banquete para una mejor ocasión, pero se les hace agua el hocico.

Y el descontento ha aprendido de las lecciones de la calle y ahora reclama en el norte y en el sur.

No es que la gente esté demandando sutilezas, letras menudas, temas de segundo orden. Lo que se está pidiendo es que los agroexportadores les den una tajada de su prospe­ridad a los trabajadores, que se porten como capitalistas y no como taitas de indiadas en época de Arguedas. Es decir, que los Chlimper de todos los pelajes dejen de hacerse ricos chupándose el agua subterránea de lca y pagándoles miserias a las chicas del embalaje.

¿Qué debe hacer el gobierno?

Está claro: debería ejercer su autoridad, imponer el diálogo y dirimir con justicia. Con la voz de quien encama la razón, la equidad, el buen hacer.

El problema viene cuando no sabes qué haces en Palacio, para qué estás en el mando, de dónde vienen los tiros.

Y a mí me da la impresión de que el señor Sagasti es un encantador charlatán. Lo vi el domingo, tetraentrevistado, y tuve la impresión de que el señor presidente contestará siempre aquello que sabe y, con mayor elocuencia, lo que ignora. Y aun de manera más vistosa, dirá que hará lo que sabe que no hará y, rotundamente, anunciará que no podrá hacerse, de ninguna manera, desde luego que no, lo que tiene en mente hacer.

Por eso el señor presidente respalda al ministro del Interior un domingo y luego, el miércoles, lo bota. Y manda a decir que quien lo ha echado es la señora primera ministra. Como si él fuera Felipe VI y viviéramos una democracia parlamentaria. Algo de monárquico tiene este señor, que jura que no le tiemblan las manos cuando de confirmar a un ministro cuestionado por la mafia policial se trata pero que parece víctima del Baile de San Vito cuando el Congreso de las Chávez y los Vega lo amenaza con no darle la confianza.

¿No sabe el señor Sagasti que al sacrificar a Rubén Vargas ha saboteado la reforma policial, ha mostrado un flanco atrozmente vulnerable y ha convertido el voto de confianza en una transacción mezquina en la que él ha salido perdiendo? Sí, estamos seguros de que lo sabe. Pero no le importa.

Lo que le importa es entenderse, a cualquier costo, con el Congreso de la oscuridad. Alguien le ha dicho que debe estar en buenos términos con esa guarida y aceptar sus extorsiones.

Y durar, si se puede, meciéndose en la hamaca y hablando bonito.

O decirnos, cada vez que pueda, que se trata de un gobierno de transición y que no le pidamos, por eso, ninguna gran definición, ninguna mirada al horizonte. Pero si la transición significara diminutez de ideas, nos tendríamos que haber quedado con Merino, el del libro “Coquito” en el sobaco.

No es así, señor Sagasti. Ocho meses para un país en esta crisis no son poca cosa. Puede usted encaminar al Perú ya no diré que a las grandes alamedas sino, al menos, a un nuevo jirón de la unión partiendo del hecho de que la receta neoliberal, aplicada en dosis de caballo desde hace casi 30 años, amenaza con incendiarnos.

Lo que pasa es que usted, señor Sagasti, es un caviar de boca para afuera y un gran conservador de boca para adentro.

Por eso es que se presenta como el presidente que está atado de manos y cuyo encargo es administrar el statu quo. Entiéndalo, señor presidente de la república: montar la ola del statu quo es condenarnos al desorden. Entiéndalo: no está usted en Palacio para regar la higuera sino para gobernar en plena emergencia. Y en estos días de miseria acentuada, empleos perdidos, hambre en más de cuatro millones de compatriotas, regímenes labo­rales que lindan con la esclavitud, desigualdades que la pandemia hizo más escandalosas aún, necesitamos un líder, no un adorno navideño.

Gobierne, señor presidente. Desacátese. Olvíde­se de que el azar lo ha encumbrado porque algún diosito así lo quería. Deje la pachocha para mejores tiempos. El país necesita de usted.

Se ha roto el diálogo en el sur. ¿Sabe cuánta rabia se acumuló allí mientras los agroexportadores engordaban la billetera en una burbuja tributaria y laboral?

Hay un muerto en el norte. ¿Sabe usted cómo tratan algunas empresas a los temporeros que abrillantan las fintas de la exportación?

El Congreso de los Merino de Lama y las Apaza Quispe le ha dado la confianza al gabinete de Violeta Bermúdez. Eso nada significa. Eso es trampa intestina, trueque bamba, mano negra. Lo que el gobierno de emergencia requiere es el respaldo de la gente.

Porque lo que se viene es una ola de inconformismo, señor Sagasti. No un tumbo, como dicen, fumatélicos, los tablistas sino una ola con pinta de Honolulú que puede incluir a médicos, maestros, mineros y un etcétera que no quiero imaginar. Sí, señor. El país se hartó de tanta receta única, de tanto discurso monopólico, de tanto terruqueo mañoso y tanto periodicazo al servicio de los Chlimper y heterónimos. El país está maduro para una nueva Constitución. El Perú, señor Sagasti, con todo respeto, no está para miriñaques. No es tiempo de una comedia de Ascencio Segura. Vivimos un drama parecido al que Enrique Solari Swayne aspiró a retratar en “Collacocha”. Póngase en los zapatos de los que llevan reclamando decenas de años sin otra respuesta que el silencio de la gran prensa y la furia de esa policía que usted no ha querido reformar.

FUENTE: “HILDEBRANDT EN SUS TRECE” N° 518, 04/12/2020  p11

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