El Estado fallido

César Hildebrandt

Dice la señora Palacios que una segunda vuelta entre Keiko Fu­jimori y Verónika Mendoza “es muy posible”.

¡Ya quisiera! En esa hipótesis ultrafeminista, Fuerza Popular se impondría después de la campaña de terror mediático desatada por la gran prensa y la puta tele: que Venezuela está aquí, que el infierno nos achicharra, que los pistacos vuelven y que el fantasma de Pedro Beltrán te jalará las patas mientras duermes. De ese modo, con Keiko en el palacio que su padre ensució, volverían las oscuras golondrinas y la Confiep mandaría directamente y los grandes capitanes de la empresa se irían de vacaciones eternas a Bali. Sería el gobierno de Chlimper con el garro­te, made in USA, de Rospigliosi, el ninja americano. La única alternativa para los oprimidos, o sea todos, sería otra intifada.

¿Se dan cuenta de que los opinólogos, o sea los especialistas en nada, estamos condenados a mencionar al mismo elenco cada vez que tocamos la política peruana?

Aburre este país, el nuestro. Cansa. Rima con grima.

Parecemos la gallinita ciega, la república maldita, la sinfonía incon­clusa.

He llegado al convencimiento de que el primer problema que tenemos es sináptico, que es un modo eufemístico y acobardado de decir que cada día somos más brutos e ignorantes.

¿Han leído la prensa, han escuchado la radio, han visto la tele?

Desfila por allí una lista interminable de palideces entrevistadas por lívidos y lívidas que bien podrían, por consideración al prójimo, aprender a preguntar, aprender a pensar, aprender a callarse.

La prensa que critica a la política no está, en general, por encima de nadie. Y la política está encarnada por la sobra social, los que no tuvieron éxito en ninguna actividad legalmente admitida.

De modo que si a un prospectólogo le dieran los datos fríos que arroja el Perú, su diagnóstico sobre nuestra viabilidad sería sombrío.

Digámoslo de una vez: tal como fuimos, tal como hemos sido, tal como somos, no somos un país viable. No sé si moriremos de anarquía, de crisis hídrica, de odio cainita, de estupidez en mancha, de incapacidad para encontramos o reconocemos, de pobreza que acorrala, de injusticia que asfixia, de conos alzados o esperanza tranca. No sé por qué estricta razón nos dispersaremos como Estado fa­llido, pero sí sé que no somos una entidad nacional vertebrada y sé también que el caos nos llama para complacernos.

Hay gente de buena fe que ve a los colectiveros informales bloquear la Panamericana Sur y dice que allí está el germen de nuestra revolución francesa. Es como comparar los Estados Generales convocados ; por Luis XVI, que fueron el primer impulso (involuntario) de esa gesta, con el Congreso Consti­tuyente Democrático (CCD) de Alberto Fujimori.

No nos confundamos: el país de los sin ley re­clama su generalización, la informalidad aspira a reclutamos, la anomia no se resigna a ser islote, la nada lo quiere todo. Los traficantes de aquellos terrenos que vagamente pertenecen al Estado es­peran, por supuesto, la hora de su redención. Los mineros informales que intoxican cuencas ente­ras, ¿por qué no habrían de resistir? Y los que no pagan impuestos prediales, ¿por qué tendrían que hacerlo si los agroexportadores pagaban la mitad del impuesto a la renta que les correspondía?

La lucha por la justicia salarial es una cosa. Las expresiones de disgusto y rabia en contra de un sistema oligárquico son una necesidad, casi una prueba de vida. Pero no olvidemos que hay fuerzas que, a lo largo de nuestra historia, nos han empujado al mismo abismo, el de la ingobernabilidad. Y la informalidad extendida significará, al final, la extinción del Estado.

En este panorama lo que hubiéramos necesi­tado era un gobierno inspirado y con vocación de lidiar con los problemas que nos persiguen. Lo que tenemos, sin embargo, es esta horchata que nos deja sedientos. Salimos de Merino y su parque jurásico para llegar a esta répli­ca de Disneylandia montada en el surcano “parque de la amistad”.

Pero en el lado del Con­greso lo que hay es el tren fantasma y sus horrores. Hay que impedir a cualquier costo que Acción Popular, atacada de demencia senil y prurito prontuarial, trame con sus compinches un nuevo Tri­bunal Constitucional a su medida. Hay que cerrarles el paso a disposiciones que, como aquella de la ONP, pos­tulan la mutilación del futuro en nombre de una limosna de emergencia. Hay que pa­rar a esa banda de canallas que se deshacen de la in­munidad adquirida mien­tras siguen protegiendo a Édgar Alarcón y acunando al hijo de Pepe Luna. Yo lo que propongo, desde el escepticismo más entusiasta, es que en las próximas elecciones se vote por aquellos que conviertan sus promesas en un papel de notaría firmado y hecho público. En esa acta de compromiso deberá constar que, en caso de incumplimiento, la ciudadanía engañada tendrá el pleno derecho de entrar al palacio de la higuera y sacar en vilo al farsante. Sería una ma­nera edificante (y escarmentadora) de entender la informalidad como doctrina nacional.

Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N° 519, 11/12/2020  p09

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