Daños colaterales

César Hildebrandt

«Sedujo a la gente más vulgar e ignorante para que le creyera (dos terceras partes de la gente del condado son de este pelaje) y así todos sus corazones y sus esperan­zas estaban puestos en Bacon», dice un informe inglés aludiendo a la rebelión que Nathaniel Bacon empezó en 1676 en Virginia. Bacon y sus colaboradores terminarían muertos en batalla o ahorcados para el escarmiento.

No será esa la suerte de Donald Trump y no sé si alegrarme por ello. Bacon se rebeló contra el dominio británico. Trump se ha levantado contra la realidad y su locura aparente ha arrastrado a medio país. Lo cierto es que no está loco. Sólo ha hecho lo que suelen hacer los viejos tramposos cuando pierden: patear el tablero, anular el juego, matar al adversario. Trump es el personaje que John Wayne habría enfrentado en una mala película de la Fox.

Lo que sé con certeza es que gracias a Trump los Estados Unidos integran hoy, con todos los hono­res del caso, la comunidad de países que padecen desigualdad extrema, fragilidad de sus instituciones, debilidad de su democracia, polarización que conduce a la ingobernabilidad y posibilidad de recaer, en cualquier momento, en un episodio populista como el que acaba de darse en estos últimos cuatro años.

Trump no es una casualidad. Es hijo de la decaden­cia política de los Estados Unidos, de la podredumbre ideológica del Partido Republicano, de las dudas pa­ralizantes de aquellos demócratas que optaron por la derechización en búsqueda de votos fáciles. Trump es la respuesta deforme al crecimiento chino y a la creciente autonomía europea. De la pérdida de la hegemonía absoluta pueden salir, para la sabia paciencia o el grito nerd. Trump es la “solución” que imaginó la estupidez.

Si renuncias a los principios, si te conviertes en lobista de las grandes fortunas, si permites que la política sea una confrontación tribal, ¿qué esperas que pase con el país que terminaste por traicionar? En esto deberían pensar los congresistas que esta semana miraban, aparentemente asombrados, lo que sucedía en sus narices hiperventiladas.

Ronald Reagan desmontó el Estado regulador y decidió que el individualismo sería lo único a ofre­cerse. ¿Cómo no reconocer la sombra de Reagan en esos matones que sitiaron el capitolio en nombre precisamente de “su” derecho a asaltarla sede misma del Estado maldito? Si el individuo es lo único, ¿dónde pueden caber las abstracciones respetables?

Si cultivas egoísmo armado, lo que co­sechas son bandas que apuestan por la anarquía que mejor les acomode. Y si esas bandas son azuzadas por “su” presidente, ¿qué democracia puede salir ilesa?

Si tienes a millones de imbéciles que niegan el calentamiento global, que creen que la vacuna es parte de una gran conspiración, que el covid es un invento de poderes remotos que quieren la esclavitud nanotecnológica de los inyectados, ¿qué te puede sorprender si un vaquero disfrazado de David Crockett se sienta en la silla de Nancy Pelosi y saluda a la cámara?

Si durante años has permitido que en la educación elemental de los más pobres sigan diciendo a borboto­nes que el mundo se hizo en siete días y que Darwin es un demonio creado por la pérfida Albión, ¿qué diablos esperabas? Si le echas la culpa a los migrantes y los llamas vagabundos o violadores, ¿qué construyes? ¿Un país o un campamento de mineros dispuestos a matarse?

Si permitiste que la zanja de la desigualdad ad­quiriese tamaños abisales y desprestigiaste el meca­nismo de defensa y redistribución de los sindicatos, ¿por qué te sorprende que de ese pantano salga un monstruo viscoso como Trump?

El problema es que detrás de este forajido de la política hay más de 70 millones de norteamericanos que creen en su prédica xenófoba, se solazan con sus comentarios genitales y misóginos y están convencidos de que la grandeza de los Estados Unidos reside en la fuerza, el chantaje y un nuevo aislacionismo.

Es la mitad del país la que está con él y con su estilo de emperador mañoso. Su derrota no es tal. Y ya verán que el gobierno de Biden será como el de Obama: una tibia manera de ser repu­blicano, que en eso se han convertido los demócratas.

Estados Unidos, el país de las hor­das capaces de tomar el congreso en el mejor estilo bogotano, es todavía la primera potencia mundial y el líder indiscutible de todos los ejércitos. Es Roma, pero sin Claudio ni Adriano. Su desdicha nos alcan­za y nadie sabe qué dimensiones tomará. Quizás prepara otra guerra civil.

Fuente: “Hildebrandt en sus trece” N° 521, 08/01/2021  p09

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