Donald Trump: La traición a la democracia

Baltasar Garzón

El muro de Trump está construido sobre los cimientos de la mentira y el odio. Que uno de los últimos actos de su mandato haya sido la visita a la frontera con México para constatar su obra magna es un símbolo que va más allá de la geopolítica: resume toda una época basada en la ofensa hacia los derechos de los más vulnerables.

Trump ha fracturado la convivencia en su país y en el planeta. Pero no ha estado solo. Han sido muchos quienes le han reído sus gracias, sus desplantes, sus caprichos, sus escándalos de corrupción, sus bandazos internacionales; la persecución selectiva de países; la protección a otros, como Arabia Saudí; la estigmatización de todo aquel que se le ha opuesto; el lawfare… Y podemos seguir con las alianzas de extrema derecha; la incautación de bienes y designación de presidentes como hizo en Venezuela con Guaidó; golpes de estado (ahí tienen a Bolivia); la colonización de la OEA con el secretario general Luis Almagro y el grupo de Lima, que se prestan a todo lo que huele a herrumbre y al conservadurismo más rancio; la alianza en Brasil con Jair Bolsonaro; la utilización de Steve Bannon para formar gobiernos ultraderechistas por doquier o la persecución a Julian Assange.

Reflexionaba este martes en un artículo el filósofo y sociólogo Boaventura de Sousa Santos que Estados Unidos nació del acto violento de la matanza de indios y que esa violencia ha estado presente en todo su desarrollo. Desde la guerra civil, los linchamientos y asesinatos de líderes (cita a Lincoln, Kennedy o Luther King) a su política exterior con ejemplos tales como Vietnam, Los Balcanes, Irak o Libia entre tantos otros. A ello debe agregarse la orquestación de una secuencia de golpes de Estado en América Latina en el pasado siglo. Concuerdo con esta visión, pues sin duda el gigante país del norte tiene una tendencia al uso de la fuerza que Trump ha sabido exacerbar y en la que se ha movido con absoluta comodidad.

Y ello es así desde que en 2016 las urnas dieron la victoria a Trump, premiando su discurso xenófobo, antisistema, nutrido por los votos de los electores en su mayoría de perfil masculino, de cierta edad, obreros, blancos y pertenecientes a la zona rural y al cinturón de óxido. Se trata de víctimas de la globalización sin un proceso de reconversión que los ha dejado en el desamparo, siendo entonces presa fácil de este neofascismo en el que las minorías negras o latinas no eran necesarias sino, al contrario, objeto de repulsa. Congreso y Senado quedaron en manos republicanas, lo que permitiría al nuevo presidente hacer tabla rasa de los compromisos internacionales como tratados de libre comercio, sobre cambio climático (acuerdo de París), la apertura hacia Cuba o el pacto con Irán en materia nuclear. Un ciclo de retrocesos que culminó el día de Epifanía con el asalto al Capitolio por parte de una horda salvaje, alentada por el propio Trump, remiso a dejar la Casa Blanca, decidido a mantenerse en el poder saltando por encima de la Constitución, de la democracia y, de nuevo, con la violencia como herramienta imprescindible.

Del miedo a la euforia

En 2016, las reacciones ante el triunfo de Donald Trump cubrieron desde la fría cortesía diplomática que disimulaba un disgusto evidente de gobiernos más bien progresistas, al agrado de los conservadores y el entusiasmo de los ultraderechistas. Fue el entonces presidente de Francia, François Hollande, quien mejor dibujó el futuro: «Se abre un periodo de incertidumbre en el mundo», aseveró. Una actitud notablemente diferente a la de su ultraderechista compatriota Marine Le Pen que deseaba «felicidades a Trump y al pueblo americano libre». Lo propio hizo su homólogo italiano, Matteo Salvini, que tanto haría sufrir a los migrantes con su política de puertos cerrados: «Buen día, -dijo- ahora nos toca a nosotros».

Hollande tenía razón, la incertidumbre fue el sentimiento común. Pero Le Pen y Salvini también acertaron. El mandato de Trump ha supuesto un tiempo de predominio de una ideología salvaje, depredadora del medioambiente y destructora de derechos humanos consolidados, con un claro tinte fascista que supera con creces el generoso calificativo de populista que se le suele asignar. Deberíamos llamar a las cosas por su nombre sin forzar interpretaciones que tienden a suavizar la realidad.

Explicaba en una entrevista el historiador Federico Finchelstein, que «el populismo es una forma autoritaria de democracia con orígenes históricos en la dictadura y en el fascismo». Finchelstein diferencia entre el populismo clásico que puede ser de derecha o de izquierda y el nuevo populismo que puede derivar en otros conceptos. En este sentido se refiere a Donald Trump: «Baja la escalerita mecánica de su edificio y empieza la campaña con una expresión racista, dice que los mexicanos son todos violadores y son un gran peligro para Estados Unidos. Entonces el racismo no es un elemento lateral, sino que es el elemento central de la campaña de Trump y luego de su presidencia. También lo es su aprecio e incluso su glorificación de la violencia y los dictadores. Y, por supuesto, también a veces incluso su acercamiento a políticas que son las no necesariamente históricas del populismo, sino las del fascismo propiamente dicho…»

La agenda del fascismo

El fascismo se sirve de la democracia para luego destruirla desde dentro, resume Finchelstein. Precisamente esta ha sido la agenda de un hombre que, dotado de un inmenso poder, en vez de usarlo para mejorar el destino de su país y por extensión del resto de la humanidad, máxime en tiempos de pandemia, lo ha ejercido para mofarse, humillar y servirse de las instituciones en beneficio propio y, finalmente, para reventarlas cuando no le acomodaron los resultados electorales.

Al igual que lo hiciera Hitler, salvando las diferencias y circunstancias, Trump prostituyó la palabra libertad en sus discursos, transmitiendo una cierta credibilidad que le otorga su alta investidura, con la finalidad de dinamitar la democracia llegado el momento.

Quizás una de sus más destempladas decisiones y que mejor le definen, fue el veto con sanciones a los fiscales de la Corte Penal Internacional tras iniciar una investigación sobre los crímenes de guerra y lesa humanidad presuntamente cometidos por tropas estadounidenses y agentes de la CIA en Afganistán, en Oriente Medio, Asia y países europeos como Polonia, Rumanía y Lituania en la época Bush.

El proceder de Trump siempre fue: si no admites mis dictados, te haré sentir el peso de mi poder, lo que practicó contra personas y países que no estuvieron en línea de sus expresos deseos. Esa postura fue in crescendo hasta culminar en esa arenga a sus fieles para que tomaran por asalto el Capitolio en un claro atentado contra la Constitución y contra todos los valores que, desde George Washington, primer presidente en 1789, representan la esencia de Norteamérica. El resultado fue, además, un balance de cinco muertos y cuantiosos daños que deberían recaer sobre Trump con todo el peso de la ley, eso sí, con las debidas garantías de un juicio justo.

Traición e ignominia

«Trump es el peor criminal de la historia, es innegable. Nunca en la historia política ha existido otra figura dedicada con tanta pasión a destruir en un futuro próximo los proyectos que organizan la vida humana en la Tierra», lleva tiempo advirtiendo Noam Chomsky. El filósofo y sociólogo norteamericano apunta a la responsabilidad del presidente en el calentamiento global «…hay un país que tiene al frente a un presidente que quiere intensificar esta crisis, correr hacia el abismo, maximizar el uso de combustibles fósiles, incluidos los más peligrosos, y desmantelar el aparato regulatorio que limita su impacto. No hay otro crimen como éste en la historia humana. (…) Si puede poner más ganancias en sus bolsillos y en los de sus votantes ricos el día de mañana, ¿qué más da si el mundo desaparece en un par de generaciones?».

El pasado miércoles, la Cámara de Representantes aprobó un nuevo impeachment (proceso de destitución) contra Trump por incitar a la violencia contra el Gobierno. «Nunca hubo una traición mayor de un presidente de Estados Unidos a su cargo y a su juramento de la Constitución» expresó gravemente Liz Cheney, tercera en importancia en el partido Republicano.

La guardia nacional permanece desplegada por los pasillos del Capitolio, en prevención de nuevos intentos de asalto debido a la furia latente de los seguidores de Trump. La incertidumbre impregna hasta sus últimos días de mandato, haciendo que el tiempo que resta para la inminente investidura de Joe Biden parezca interminable.

Esto es lo que sucede cuando se despierta al fascismo, como ocurrió durante estos años, alentado desde la propia Casa Blanca hacia muchas otras naciones, dejando como herencia maldita una reforzada ultraderecha local, también en España. Estamos avisados: antes o después, el fascismo acaba traicionando a la democracia.

* Esta nota se publicó originalmente en infoLibre de España. Baltasar Garzón es jurista y presidente de Fibgar

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