Nazificación de Ucrania

Daniel Espinosa

La declarada intención de Vladimir Putin de desmilitarizar y “desnazificar” Ucrania suscitó la inmediata reacción de la prensa corporativa internacional. No era para menos, pues los señalamientos del presidente ruso dejaron muy mal parado a un aliado de varias potencias occidentales, justo cuando ellas habían activado sus aparatos de propaganda para conseguir apoyo masivo hacia el régimen amigo y sus propias políticas de cara a Europa del Este.

Las respuestas y comentarios de diversos expertos, periodistas y medios de comunicación han intentado subestimar –y hasta negar, de plano– la presencia de neonazis y otros elementos de tendencia fascista en los gobiernos ucranianos posteriores a la caída de la Unión Soviética y, en particular, al golpe de 2014 –Maidán–, cuyos detalles menos conocidos expusimos en esta columna la semana pasada.

Tenemos un curioso ejemplo de este intento de negar la realidad en el artículo de Ángel Páez titulado “Por qué Vladimir Putin anunció que desnazificará Ucrania” (“La República”, 25/2/22). En su texto, Páez evita toda referencia a la política ucraniana actual –plagada de nostálgicos del fascismo, como veremos– y se esfuerza en representar cualquier vínculo nazi o ultraderechista como un asunto fortuito, de mediados del siglo pasado y limitado a la Segunda Guerra Mundial.

SVOBODA

En febrero de 2014, luego de Maidán y la masacre de decenas de manifestantes y varios policías, se instaló en Ucrania un gobierno peculiar. Como notó el historiador Gary Leupp en marzo del mismo año: “Por primera vez desde 1945, neofascistas ostentan puestos ministeriales en un gobierno europeo”.

Leupp, historiador norteamericano de la Universidad de Tufts, repasó la larga lista de integrantes del partido político Svoboda, ultraderechista y neonazi, que se integraron al gobierno entrante: Ihor Tenyukh –militar de carrera entrenado por el Pentágono– se convirtió en el ministro de defensa, mientras que un importante ideólogo del partido mencionado, Oleksandr Sych, tomó la cartera de economía. Ihor Svaika, uno de los más grandes terratenientes del país, se hizo de la de agricultura. Por su parte, Andriy Moknyk, emisario de Svoboda ante el partido neofascista italiano Forzo Nuovo, fue nombrado ministro de ecología. Un cofundador de Svoboda, Andriy Parubiy –líder durante la “Revolución Naranja” de 2004–, consiguió el puesto de jefe del Consejo de Seguridad Nacional.

Durante Maidán, Parubiy encabezó los ataques contra el gobierno por parte del “Sector Derecho”, paraguas de varias agrupaciones neofascistas ucranianas. El segundo al mando en el flamante Consejo de Seguridad Nacional de Parubiy sería nada más y nada menos que el fundador de este mismo “Sector Derecho”, Dmytro Yarosh. Por último, Oleh Makhnitsky y Serhiy Kvit, también de Svoboda, serían nombrados, respectivamente, Fiscal Supremo y ministro de educación (Counterpunch.org 10/3/14).

Así de oscuro fue el desenlace de Maidán –también bautizado como la “Revolución de la Dignidad” por la propaganda occidental–: los perpetradores de una masacre en contra de sus conciudadanos tomaron el poder con la anuencia y la colaboración de las principales potencias occidentales, con EE.UU. a la cabeza. Con la indispensable colaboración de la prensa corporativa mundial, el vínculo neofascista fue ocultado para resguardar la reputación del nuevo gobierno alineado. Siguiendo la tradición, este empezaría a recibir ingentes cantidades de dólares, armas y entrenamiento militar.

Stepán Bandera

Es cierto que Bandera, el ídolo de las ultraderechas ucranianas, fue encarcelado entre 1941 y 1944 por los nazis. Antes de eso, sin embargo, el líder de la Organización de Nacionalistas Ucranianos (ONU-B) ya había colaborado con los alemanes de Hitler proveyéndolos con dos batallones –entre ellos, el “Nachtigall”– para luchar contra los soviéticos y exterminar a ciertas minorías biológicamente “inferiores”.

Como explica el historiador sueco Per Anders Rudling, especializado en nacionalismos, los reunidos en torno a Bandera y su organización fueron “enfáticos al asegurarle a Hitler que compartían la weltanschauung (cosmovisión) nazi y el compromiso hacia una nueva Europa fascista”.

En junio de 1941, buscando alcanzar un estatus similar al de la Croacia de Pavelic o la Eslovaquia de Tiso –fascistas aliados de los nazis–, los banderistas de la ONU-B publicaron su “Acta de Renovación del Estado de Ucrania”. Yaroslav Stetsko, mano derecha de Bandera y aspirante a primer ministro de la flamante pero fugaz Ucrania fascista, explicaría que “el nuevo Estado ucraniano trabajaría íntimamente con la Alemania nazi, bajo el liderazgo de Adolf Hitler, quien está formando un nuevo orden en Europa y el mundo y ayudando a los ucranianos a liberarse de la ocupación moscovita”. Como detalla Rudling, la proclamación fue seguida de violentos pogromos: el ya mencionado batallón Nachtigall, que vestía uniformes alemanes, masacraría entre 13,000 y 35,000 judíos y polacos en el oeste de Ucrania.

Pero Hitler tenía otros planes para la región y no aprobó la declaración de independencia de la insubordinada ONU-B de Bandera, procediendo a arrestarlo junto con Stetsko y otros de sus líderes. Bandera fue llevado a Berlín y puesto bajo arresto domiciliario. Luego sería llevado al campo de concentración de Sachsenhausen, pero puesto en un pabellón destinado a presos políticos de alto rango. Al ser liberado en 1944, Bandera retomó su colaboración con los nazis.

Luego de la derrota definitiva del Eje, algunos exiliados de la ONU-B fueron reclutados por los servicios de inteligencia occidentales para realizar distintas labores de guerra psicológica y sabotaje en contra de la Unión Soviética. Otros se moderarían, cambiando su retórica totalitaria por otra de visos democráticos y negando su participación activa en el Holocausto judío. En 1952, la CIA crearía “Prolog” (Prólogo), una organización de fachada diseñada para promover literatura antisoviética en Ucrania y sacar provecho de las redes de disidentes al interior de esa república soviética. Muchos líderes nacionalistas serían llevados a EE.UU. y protegidos de cualquier proceso legal, tal como se hiciera con varios nazis alemanes en el marco de la “Operación Paperclip”. Otros exiliados ucranianos del ala dura colaborarían directamente con regímenes fascistas como el de Franco o el de Chang Kai-shek.

De la Revolución Naranja al presente

Luego de la “Revolución Naranja” de 2004, el nuevo presidente de Ucrania, Víctor Yushchenko, orientaría a su país hacia la Unión Europea y la OTAN. Como explica Per Rudling, parte de su esfuerzo para renovar la política de su país consistió en crear varias instituciones gubernamentales dedicadas al “manejo de la memoria y la creación de mitos… una de sus funciones sería blanquear las atrocidades cometidas por la ONU-B”. La diáspora ucraniana, de vuelta en su país luego de la caída de la Unión Soviética, importó los conceptos y versiones trastocadas de la historia que esas instituciones empezarían a promover, llegando al extremo de convertir a Bandera y otros líderes fascistas en héroes de la patria.

Se llegaría a decir, incluso, que los banderistas se habían opuesto a los nazis y habían rescatado a miles de judíos, plantándole cara tanto a Hitler como a Stalin. ¿Por qué era importante lavarle la cara al fascismo ucraniano del siglo XX? Porque los partidos que hoy usan iconografía nazi como símbolo –y específicamente el wolfsangel, tal como Svoboda–, constituyen los autodenominados herederos de la ONU-B y el Ejército Insurgente Ucraniano, su brazo armado.

En 2011, la municipalidad de Lviv, dominada por elementos de Svoboda, decidió renombrar la “Calle de la Paz” como “Batallón Nachtigall”, en honor a la tropa homicida que Stepán Bandera puso al servicio de los nazis. Uno de los más infames líderes de Svoboda, Oleh Tyahnybok –quien habla de liberar Ucrania de la “mafia judía-moscovita”–, viajó a Alemania en 2010 para protestar por el encarcelamiento de John Demjanjuk, condenado por su colaboración con los nazis en el campo de concentración de Sobibor, donde perecieron decenas de miles de judíos. Tyahnybok declaró que el exguardia nazi era un “héroe” que “luchaba por la verdad”. En 2014, Tyahnybok se presentó en Maidán junto a John McCain, uno de los neoconservadores estadounidenses más violentos que el mundo ha tenido la mala suerte de conocer.

A la sazón, la también infame secretaria de Estado de EE.UU., Victoria Nuland, se reunió con miembros de Svoboda. En una conversación filtrada entre Nuland y el entonces embajador estadounidense en Ucrania, la secretaria de Estado dijo que Tyahnybok habría de permanecer en la periferia del gobierno posterior a Maidán, pero debiendo ser consultado “cuatro veces por semana” por quien fuera el nuevo presidente.

Tanto Nuland como Zelensky –el actual presidente de Ucrania– son de extracción judía. Alegar que, debido al origen étnico del actual presidente, Ucrania no podría estar (en gran medida) en manos de neonazis, denota una visión infantil de cómo opera el poder. En ese error cayeron algunos analistas locales, quienes por lo visto prefieren no saber demasiado sobre la influencia neonazi en la actual Ucrania.

Al examinar la información difundida por algunos de los representantes más importantes del periodismo corporativo –como el New York Times, el Washington Post o The Guardian–, muchos periodistas y analistas internacionales no parecen interesados en separar la paja del trigo. Consideran que esos medios no hacen propaganda y, al caer en este elemental pero conveniente error, terminan repitiéndola.

Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N°576, del 04/03/2022   p23

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