Perú: Un referéndum para que se vaya

César Hildebrandt

La descentralización hecha al galope no trajo un tácito Estado Federal, una república de Autonomías que acabaran con el egoísmo de Lima y la macrocefalia del centralismo.

Lo que trajo fue élites lugareñas que vieron en los recursos cedidos un gran botín. De allí vinieron los partidos-pandilla, los mesías del bolsillo, las obras teledirigidas, la vaina sucia que alcanzaba para casi todos.

De allí salieron los Álvarez, los Acurio, los Santos, los Oscorima, los Atkins, los Aduviri, los Cerrón.

De allí provinieron las fortunas obesas e intempestivas que sorprendían a muchos y que otros, verdosamente, envidiaban.

Al final de cuentas, había llegado una era de igualdad: el saqueo de las arcas fiscales, antes monopolizado por las clases altas y los políticos de la capital, tenía ahora tantas filiales como regiones y eran los emprendedores del Perú profundo los que se sumaban a la orgía. ¡Era la cacocracia extendida! Como si los ejércitos de José Rufino Echenique hubiesen triunfado por fin. Como si el general Alan García hubiese rendido toda resistencia. Como si un mariscal llamado Montesinos se paseara triunfante en un campo de batalla lleno de cadáveres y leyes pisoteadas. Perdimos esa enésima guerra.

De esos manglares vienen también Pedro Castillo y sus amigos.

No es que la pureza se contaminó, no es que el campesino se manchó en Palacio. Es que el hombre de Rousseau, casi pariente de la castidad, no existía. Nadie necesitó pervertirlo.

Por eso es que no es dable esperar un cambio.

No importa qué nombres, que hojas de vida, qué prontuarios desfilen ante nosotros: la picaresca nos perseguirá, los pirañitas estarán allí, las licitaciones se verán como mangos en una chacra sin dueño a la vista.

¿Qué habría pasado si el fujimorismo hubiese llegado al poder?

Es bien sencillo: no tendríamos meses sino años de pestilencia. El fujimorismo no habría cometido los errores bisoños de Castillo sino que habría reconstruido el diseño mafioso del patriarca para que todo tuviese la apariencia de la legalidad. Luego, claro, descubriríamos a los Joy Way y a los Boloña haciendo de las suyas y a las fuerzas armadas complicadas en todos los repartos. Después, por supuesto, sabríamos que detrás del escenario estaban los empresarios que le entregaron millones de dólares a madame K, los que aspiran a dinamitar los procesos de colaboración eficaz, los amos de las universidades de cartón, los poderosos de las exoneraciones tributarias. Como lavadora de activos, la señora Fujimori habría hecho un gobierno que hubiese tenido como tarea desmantelar el Ministerio Público, intimidar al Poder Judicial y lograr, con los métodos de su padre, que el Congreso le fuese dócil. A eso nos habría llevado “el gobierno salvador” que los cómplices del fujimorismo reclaman hasta hoy. Esa derecha no quiere líderes sino capos, no quiere ideas sino utilidades.

He propuesto, modestamente y más de una vez, que el presidente de la república renuncie. Se lo han planteado personalidades distinguidas y se lo ha sugerido el lenguaje brutal de las encuestas que dan cuenta de su impopularidad.

La institución presidencial está quebrada.

Esa no es obra de Castillo. Fue tarea conjunta de Fujimori, Toledo, García, Humala (por lo que sabemos hoy), Kuczynski y Vizcarra.

¿Cuántas empresas sobrevivirían a sucesivos presidentes bandidos? ¿Cuántos países pueden aguantar que sus últimos mandatarios estén en prisión o se hayan pegado un tiro cuando iban a ser arrestados?

El Perú no salía de la septicemia de su pasado reciente cuando tuvo que elegir, en segunda vuelta, entre la albacea de la herencia de Alberto Fujimori y un señor que aparentaba ser tío de Paco Yunque. La una proponía la vieja receta del populismo corrupto y reaccionario. El otro lanzaba eslóganes que revelaban un peligroso simplismo de aires folclóricos.

¿Debíamos elegir entre la corrupción asegurada y la estupidez amenazante?

Felizmente que no fui el único que pensó que la corrupción asegurada era la opción del deshonor, el placer malvado de la reincidencia. ¡Jamás me arrepentiré!

Pero resulta que a la estupidez amenazante, esa que se expresó en el llamado “debate técnico” pero que podía enmendarse en el gobierno llamando a gente de bien y a técnicos capacitados, se añade ahora una propensión perdularia a la comisión, al lobismo, a la corrupción.

Un maestro rural inexperto tenía remedio. Un aprendiz de Alan García no tiene cura. Un campesino que usa un mondadientes después de comer parece (y es) tierno sujeto de estas tierras. Uno que va con gorra al pasaje Sarratea para hablar de negocios sucios no puede pretender indulgencias.

Si el señor Pedro Castillo, presidente constitucional, no quiere renunciar, está en su derecho. Pero el país no puede continuar bajo el liderazgo inexistente de un hombre cuya vida entera está bajo sospecha. No es el socialismo el que gobierna de modo desatento: es un grupo voraz que ha visto la oportunidad de enriquecerse y que hablará del “pueblo” cada vez que se vea descubierto.

La única salida pacífica que veo es que el pueblo, sin comillas, decida en un referéndum si este gobierno debe continuar. Es decir, convertir las encuestas en poder decisorio. ¿Es algo que no se puede hacer porque la ley no lo permite? Pues cambiemos las leyes mayores y menores que haya que cambiar y convoquemos al pueblo, otra vez sin comillas, para que se pronuncie. Si la gente decide que Castillo se va, también deberá pronunciarse sobre la necesidad de que todos se vayan y así podamos resetear el país.

Muchos se apenan por la Ucrania invadida. Pues entérense: de algún modo, somos ucranianos. No es Putin el que nos somete al miedo y a la miseria. Es la corrupción. Son sus obuses diarios. Es vivir entre sus humos y gases ponzoñosos. Es el país que vemos destruyéndose.

Quizás esta sea la gran oportunidad para decirle al mundo que aprendimos y que en las elecciones inminentes que debieran darse optaremos por la decencia.

Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N°576, del 04/03/2022   p12

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