Perú: Suspiro limeño

César Hildebrandt

El abogado bebe y se dopa y dispara. Dispara a una puerta ajena y a la altura de un tórax adulto (el de su vecino). Lo hace después de aporrear el auto del hombre al que ha querido matar a balazos. Es un macho desatado este abogado. Es el mismo que enmierdó y choleó a un policía en un video famoso en las sentinas de las redes sociales.

Se llama Carlos Wiesse Asenjo y alguna vez preguntó, apelando a la herencia de algún señorío: “¿tú sabes con quién estás hablando?”.

El interlocutor no sabía, en efecto, quién era ese adversario que lo insultaba, que lo denigraba por su pobreza, su color, el polvo de sus zapatos.

No era Wiesse el que hablaba, claro está. Era la historia. Era la monarquía que no pudo ser. Era la república aristocrática. Era una levita, un chal de astracán, la pajarita de algún Pardo.

“Tú no sabes con quién estás hablando”, es la frase clave para el atarante. De inmediato, el destinatario de esas palabras piensa en las desgracias que sobrevendrán si cumple con su deber. Es que así hablaban los hacendados que se hacían llevar en andas por sus feudos cusqueños. Y así actuaban. Desde que el imperio de los cuatro suyos fue quebrado a una edad temprana, la indiada se consideró parte de la maleza de la historia, un sobrante vergonzoso. Y sus descendientes, hijos de la derrota –no importa cuánto se mezclaran y apagaran el marrón de las raíces–, pagaron con creces la marginación. Hasta Sendero Luminoso, que decía encarnar el marxismo en armas, los usó como infantería de la muerte y los mató cuando se le opusieron. Por eso sus víctimas caídas no valen como otras, se cuentan a regañadientes, se reconocen como daño colateral, se admiten en estadísticas que habrán de esconderse. Los que fueron dueños del Perú han sido, desde hace casi cinco siglos, los apestados de este inquilinato. Y quien diga que en el Perú no hay un fantasma racista que recorre audiencias y redacciones miente de veras.

Detrás de Wiesse Asenjo hay un tapiz mucho más complicado que el mero caso de un paciente psiquiátrico. Está la antigua prepotencia de quienes se han sentido –y son– dueños de estas tierras.

Este es un país fundado, como tantos otros, por el despojo y la violencia. Pero si en muchos lugares las instituciones surgidas de la revolución francesa cambiaron el paisaje social, en el Perú la escena original se congeló. Somos un fotograma que se atascó en el proyector. Nos quedamos en las breves cortes de Cádiz y su aborto constitucional.

Por eso aquí hay modales y lenguajes que no se tolerarían en otras partes. Por eso los de arriba, los que miran desde la cúspide social, se atreven a tanto. Saben qué jueces los sacarán del apuro, qué impunidad les espera, qué palmaditas de felicitación recibirán a la hora de la próxima juerga.

Son la punta del témpano. Debajo están

doscientos años de desprecio y carterismo: tierras robadas, acreencias ficticias, diezmeros profesionales, abogados infalibles, poderes sin límites. Y siempre, la artillería de la prensa que lo único que quiere es que nada, en el fondo, cambie. O, si las cosas apuran, el fuego a discreción de la milicia.

El abogado Wiesse puede decir, en su defensa, que su proceder no puede condenarse fácilmente en un país donde la ley no impera y el bien común se desconoce cotidiana y sistemáticamente.

Sería una buena defensa. ¿Cómo condenar moralmente a un borracho alucinado que dispara sobre la puerta de un vecino si el señor Otárola va al extranjero a hacer el ridículo intentando ocultar los 50 cadáveres que tiene en la mochila? ¿Cómo indignarse con un adicto al abuso si resulta que la derecha que perdió las elecciones gobierna ahora desde un congreso repudiado y con la anuencia de una presidenta con vocación de presidio?

En nuestro amado país la violencia lo ha cubierto todo. Nos hemos acostumbrado a un desfile de difuntos que pasan a nuestro lado mientras fingimos no reconocerlos. La izquierda apostó por la violencia asesina con Sendero y lo que trajo fue la respuesta en modo Operación Cóndor de los militares. Pero la apelación a la brutalidad por parte de los sectores conservadores tiene dos siglos de aplicación intermitente. La derecha simula finura pero a la hora de dar órdenes letales no duda: renuncia al marquesado y aceita el fusil de sus guardianes. Y en ese drama sin fin el abogado Wiesse es poca cosa: un suspiro limeño en una noche de narices frías.

Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 638 año 14, del 02/06/2023, p16

https://www.hildebrandtensustrece.com/

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