Perú: El país que hemos llegado a ser

César Hildebrandt

Un asaltante de restaurantes, un pillo manifiesto, dice que la elección que volvió a perder Keiko Fujimori “fue un fraude”. Añade que él supo cómo, desde un departamento de Surco, se coordinaba la operación. Este ladrón convicto añade que teme por su vida y que quiere ser colaborador eficaz.

El fujimorismo en banda, siempre en banda, festeja. “Ya lo decíamos”, corean. Están acostumbrados a citar a delincuentes.

Los congresistas que están gastando millones de soles a ver si descubren lo que no existe aparecen en la tele dando lecciones de profetas confirmados.

La prensa que extraña a Montesinos, que suspira por los colina, que volvería a querer a Joy Way y su marcha de tractores chirriantes se suma a la fiesta.

La política peruana de los últimos tiempos es todo un homenaje al crimen. Lo sabíamos desde que Fujimori convirtió en institución el saqueo de los fondos públicos. Pero hay que reconocer que Pedro Castillo Terrones le ha dado nuevos bríos y un carácter más callejero a la trama. Fujimori robaba con solemnidad y sus secuaces no admitían pequeñeces (allí están las cuentas y los patrimonios inmobiliarios de Montesinos, Hermoza Ríos, Villanueva, Bello). El entorno sombrío de Castillo tiene un elenco menos grandioso: Villaverde, López, Pacheco, los sobrinos escaperos. Los ladrones de cuello y corbata dieron paso a los cogoteros de Caquetá.

Pero el resultado es el mismo: la degradación del Perú, el exilio de toda ética del escenario político, el Estado informal, el país imposible.

Y el problema no es sólo la pudrición de la institución presidencial. El Congreso es, cada día más, un concierto de intereses empresariales disfrazado de legislatura. Y hablamos de intereses mugrientos: los piratas del transporte, las universidades que insultan el saber, los oligopolios y monopolios que son el bajo continuo de la melopea neoliberal.

Los peruanos tienen hoy condición de rehenes. El presidente de la república no renuncia mostrando el contrato que lo asegura en Palacio por los próximos cinco años. El Congreso no quiere irse porque aspira a completar su agenda cancerígena: desmontar las reformas que aún están en pie y reponer el país, de facto, en la ruta que la derecha empresarial ha trazado.

La izquierda ha tenido el infortunio de que Pedro Castillo y Vladimir Cerrón aparezcan como sus representantes. Este par de pícaros no pueden ser los herederos de Mariátegui.

La derecha padece la maldición de que el fujimorismo siga siendo su franquicia favorita. Y encima de esa torta vieja, un chancho balbucea paporretas de cura. Ni la señora ni el mortificado tienen algo que ver con Bartolomé Herrera.

Estamos jodidos. Zavalita es chancay de a 20 ante lo que nos pasa.

Es como si Mario Poggi estuviera escribiendo el guion de nuestras vidas. Como si Luis Pardo dirigiese el Ministerio del Interior. Como si algún Quispe Palomino estuviese a la cabeza de las decisiones. Como si el cabrón de Echenique hubiese vuelto ofreciendo su firma para consagrar nuevas consolidaciones. Como si el lunarejo Zevallos dirigiese la DIRANDRO. Como si Santiago Martin Rivas hubiese sido nombrado en la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos. Como si Dios, en suma, fuera pariente de Patricio Lynch.

No somos el Perú. Somos la versión inmensa de “Al fondo hay sitio”. Nos están grabando.

¿Qué hicimos con el país para llegar a esto?

Lo despreciamos. Arriba y abajo, cundió el desdén. La palabra patria se hizo mala y en eso la derecha imbécil tuvo la mayor responsabilidad. La derecha no podía pronunciar “patria” sino cuando los apristas o los rojos amenazaban el statu quo. En ese momento la repetían en “El Comercio” y sus otrosíes. Pero no creían en ella. Jamás creyeron en ella. La usaron, la vendieron, la ocuparon y la vejaron, pero jamás la amaron.

Y la izquierda llegó a odiarla de tal modo que cuando Sendero Luminoso decretó que la sangre dictara el rumbo, el comunismo institucional, el que sabía quién era Gramsci y cómo es que no había que repetir las monstruosidades de Stalin, se quedó casi callado. Se sentía culpable de estar en el Congreso y en sus sindicatos. Se sentía culpable de estar vivo. Pronto, con el fujimorismo a la cabeza de un golpe de Estado neoliberal, ni siquiera eso sentiría.

En el medio pudo estar la socialdemocracia, pero llegó Alan García con sus alforjas insaciables y una mano –la izquierda– quebrada por el uso. ¿Y el socialcristianismo? Es que arribaron los bancos, las cementeras, los pesqueros y Cristo fue arrojado del templo.

Hoy no queda nada de lo que, a pesar de todo, fue el prestigio de la política. Una cosa es ser un Alayza Grundy y otra es ser Pepe Luna. Una cosa es ser Mario Polar y otra, muy otra, es ser un chancho al ajo.

Hoy somos un protectorado de la calamidad. Somos, antes que nada, un país de informales, de evasores, de criollazos jaraneros. Arriba y abajo es lo mismo: el asunto es saber quién estafa a quién, quién se aprovecha del otro, quién cobra y cómo se paga. Nos fascina vivir en este campamento de caravanas gitanas donde siempre es posible pegar un tiro y salir impune. Lo vuelvo a decir: no necesitamos a un presidente sino a un sheriff. El problema es que ni Wyatt Earp aceptaría el encargo.

Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N°586, del 13/05/2022 p12

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