Perú: Nada que decir

César Hildebrandt

Si yo fuera consejero de prensa del presidente Castillo, también le diría que no se exponga a ninguna pregunta del periodismo.

Los allegados palaciegos piensan: a Castillo hay que protegerlo, blindarlo, desaparecerlo.

Es verdad. No es sólo que estropea el castellano, irrita a la lógica, ningunea la concordancia de género y número, refuta la inteligencia. Es que no tiene nada que decir.

¿Qué va a decirnos?

¿Que no sabía nada, que es el chacarero cándido engañado por los pícaros de Perú Libre?

Nadie, a estas bajuras, puede creer algo así.

Castillo preside un gobierno donde los prontuariados tienen cabida, los ineptos acogida, los lobistas comprensión. Castillo preside un gobierno y, al mismo tiempo, encabeza una sociedad oscura en la que pueden cocinarse licitaciones y asignaciones presupuestales en el fuego lento del paisanaje, de la colaboración electoral y las promesas del resarcimiento.

Castillo fue una inversión para los Villaverde, los Pacheco y los Silva. Pero era consciente de su papel y de los beneficios que podría obtener. Eso sí: tuvo la precaución de tercerizar y ahora clama estar limpio. Es inútil: el barro lo ha salpicado y el Fiscal de la Nación está detrás de varias pistas. El maestro de la izquierda era diestro con la pata de cabra.

¿Qué puede decir, entonces, que no sea fuga de tondero, sebo de culebra, charlatanería victimista? Nada.

Está acorralado, agonizante. Es el presidente zombi de un gobierno que iba a cambiar el país y que terminó cambiando de camiseta.

Nada de lo escrito hasta aquí significa que debamos confiar en la oposición del fujimorismo, el chanchismo, el telesupismo o el cesarismo de la fotocopia. La hediondez no se limpia con basura.

Lo he tratado de decir más suavemente, pero no me sale: los peruanos están atrapados entre dos bandos igualmente inaceptables.

No podemos olvidar que en el Congreso son hegemónicos los grupos de interés que responden a oligopolios y monopolios dispuestos a todo con tal de mantener sus privilegios. La oligarquía que cambió de piel pero no de hábitos tiene mucho que ver con lo que está pasando. Fue el jefe de su bando, el señor Fujimori, quien ayudó decisivamente a destruir los partidos políticos y a normalizar el latrocinio. La oligarquía y Fujimori hicieron del neoliberalismo esta escuela de desigualdad que ha acentuado nuestra naturaleza renga. Fue la desigualdad extrema e insultante la que construyó a Castillo Terrones.

Y el forajidismo de este gobierno que se dice popular no es distinto al forajidismo de los que cortan el jamón en el vértice de la pirámide social. Lo que Castillo ha empezado a hacer en materia penal no es ni el diez por ciento de lo que hizo Alan García en su primer gobierno y repitió en el segundo. Ni el 5 % de lo que robó el fujimorismo en 10 años, aunque muchos se empeñen en recetarnos la terapia de la amnesia. ¿No quieren que recordemos los 15 millones de dólares (robados del presupuesto de Defensa) que Fujimori le pagó como CTS a Montesinos? ¿No quieren que recordemos que el excomandante del ejército, Nicolás de Bari Hermoza, admitió en juicio público ser un ladrón? ¿Qué más quieren que olvidemos? Lo descubierto hasta ahora en el club de chicos malos de Sarratea es agua de malvas frente a los negocios de PPK, las turbideces suculentas de Toledo, los dineros que Heredia y Humala recibieron del extranjero.

Castillo es un pícaro y tiene que largarse. Pero si el Perú vuelve a confiar en la derecha draculiana que no pudo construir un país en 200 años, las contradicciones volverán a acumularse y los resentimientos tomarán las decisiones. Tenemos que romper este círculo maldito.

Cuando pienso en el dilema en que nos encontramos, imagino un milagro: que somos capaces de darnos la oportunidad de elegir a un centrista sensible y social que nos entusiasme y que odie la vulgaridad de la picaresca nacional. Alguien que venga de los libros pero también de la calle y las aldeas y que deteste la criollada, el palabreo, la mentira y el viejo oficio de despreciar la propia reputación. Alguien, en suma, que tenga el coraje de decir que los peruanos admiran un arquetipo degenerado –el ladrón exitoso, el impostor impune– y que es hora de cambiar si queremos sobrevivir como país.

Cuando estoy hasta la coronilla de pensar en el país, acudo, como ya he dicho demasiadas veces, a la poesía. En estos últimos tiempos, sin embargo, he encontrado un alivio mayor: me entero de algunas grandezas de la astrofísica. Sé, por ejemplo, que hay dudas sobre qué episodio descomunal nos habrá de extinguir para toda la eternidad: o el colapso del sol, que lo hará al principio gigante y que nos asará como en una barbacoa, o el choque de la Vía Láctea con la invasora galaxia de Andrómeda, que hará hervir los océanos y derretirse el roquerío de nuestras firmezas. Ambos episodios sucederán en muchos millones de años y lo más probable, según mi modesto entender, es que en ese momento la faz del planeta será una vastedad deshabitada. Los sucesivos Elon Musk nos habrán aniquilado en una sola tormenta de arrogancia y estupidez.

Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N°588, del 03/06/2022   p12

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