Perú: Trampa abogadil

César Hildebrandt

Mi madre siempre quiso que fuera abogado. No fue el único caso en que, con enorme placer, la desobedecí.

El tiempo me dio la razón. Cuando, por razones del oficio periodístico, tuve que frecuentar abogados, me encontré, en la mayor parte de los casos, con algunos de los seres humanos más despreciables del planeta. Parecían salidos de una historia de Dick Tracy y solían defender, con palabras grandes y aspavientos itálicos, a tipos como Tartufo Tacones.

Un abogado subasta su argumentario y puede decir lo que el dinero financie y el crimen requiera para obtener impunidad. Los abogados no garantizan el debido proceso sino, por lo general, la prevalencia del poder y la influencia de la corrupción. Un abogado, en suma, puede decir lo que sea y hacer lo que fuere necesario con tal de cobrar honorarios de éxito. La teoría de la relatividad moral la descubrió un letrado en una oficina de Azángaro. Era verano, una mosca insistía en volar sobre el escritorio y un ventilador chirriante luchaba contra el calor. ¡Eureka! –gritó el hombre rascándose la cabeza.

Míster Montesinos no llegó a ser un miserable absoluto sino cuando se hizo abogado. Como militar fue trepa, traidor y por ratos espía yanqui, es cierto, pero su verdadera carrera hacia el infierno empezó robándole la mujer al primo que lo había acogido en su bufete. De allí al fujimorismo sólo había que atravesar unos cuantos charcos.

Los abogados más poderosos, o sea los jueces, pueden ser tan peligrosos como Hinostroza Pariachi y tan amigueros como Wálter Ríos, el amo pescuecero del Callao judicial. Y los abogados conversos, es decir los fiscales, pueden ser tan amables como el que cobraba diversas sumas de dinero al notorio empresario de tierras Racso Miró Quesada, o tan curiosos con las oficinas ajenas y lacradas como Pedro Chávarry, o tan activos en el arte del encubrimiento y la tarumba como Peláez Bardales, favorito del doctor García.

Resulta que ahora el lenguaje de la judicatura, el olor de los depósitos de expedientes, la vieja caspa del sistema judicial lo impregnan todo. Es la Fiscalía y son los jueces los que dictan la agenda de la política y los que deciden qué titular manda, qué narrativa cae en los teleprónteres, qué chillan las reporteras del vivo y el directo.

Antes, en los buenos tiempos, los periodistas contábamos historias reales.

Hoy somos glosadores de la Fiscalía, secretarios de sus gabinetes. Y no hay prosa periodística cotizada que no cite entre comillas una resolución del Ministerio Público, un fallo sobre alguna colaboración eficaz, una sentencia en marcha.

La prosa periodística excita hoy a los abogados que la nutren y decepciona a los lectores que se aburren. Columnistas como Uceda, antes leidísimos por su interés y su intensidad, hoy nos ofrecen memos cargados de anécdotas del foro o salidas de los pasadizos donde chismean jueces y fiscales.

La prensa depende, más ávida que nunca, de una primicia que algún equipo especial decida dar. Un periodismo parásito vive de las migajas que jueces y fiscales decidan arrojar, con un soplido, de su mesa abundante. La cadencia, las prioridades y las múltiples connotaciones en ese goteo de revelaciones pertenecen a una esfera misteriosa que nada tiene que ver con la prensa o con el interés público. El sueño de Carlos Enrique Melgar y Eduardo Roy Freyre se ha cumplido: el Perú es un juzgado penal y hay un banquillo insaciable de acusados. La política ha sido sentenciada al exilio. Los otrosíes son protagonistas. Los abogados están de fiesta y la Fiscal de la Nación ensaya atribuirse la ceguera de la ley, pero mira por los intereses de su hermana inculpada. Mientras tanto, Palacio de Gobierno es también una escena del crimen. Para placer de los enemigos del Perú, estamos cerca de Haití.

Claro que nada de esto estaría sucediendo si el gobierno de Pedro Castillo fuese uno decente. Fue Castillo el que decidió que la DIVIAC alcanzaría el rol político que hoy tiene y fue Castillo, rodeado de truhanes y familiares, el que le dio a la Fiscalía la oportunidad que perdió cuando Alan García era el que robaba a manos llenas.

La pregunta es entonces: ¿Hasta cuándo vamos a tolerar que el Perú se siga degradando? ¿No nos da vergüenza ser un país en el que el debate actual se centra en saber si el presidente de la república ordenó que desaparecieran cámaras de vigilancia que registraban escenas del día en que iba a ser detenida su cuñada?

Mientras tanto, la prensa escrita, el hogar de mi oficio, la república democrática de las palabras, renuncia a la interpretación y a la distancia y sigue sumergida en jerga de jurisperito.

Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N°599, del 19/08/2022 p12

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