Imperio británico

César Hildebrandt

Murió Isabel II, que se dio el gusto de ser la irrelevancia majestuosa más importante del mundo durante casi 70 años (fue coronada en junio de 1953).

Las monarquías, como se sabe, son la ficción pintoresca de ciertas tribus poderosas. Cuando Luis XIV dijo que el estado era él –se presume que soltó aquella frase el 13 de abril de 1655–, no mintió. El estado era él y por eso, ciento treinta y cuatro años después, la monarquía se desarmó como un monigote zarandeado por las gloriosas chusmas desdentadas.

Que los franceses, padres del progreso de la razón, se hubiesen demorado tanto en enterrar coronas y duquesas, era un problema francés. Que el presidencialismo gaullista tenga pretensiones monárquicas –siendo Macron la versión tragicómica de ese delirio–, es también un asunto de la Galia. En todo caso, la nostalgia del absolutismo está agazapada en cada francés que se cree Vercingetórix (o sea, todos).

Los britanos tuvieron 400 años de dominación romana y Julio César, tras su segunda expedición, dejó, entre otras muchas, esta descripción que no tenía propósitos denigratorios: “todos los britanos se embadurnan con glasto, que produce un color verde oscuro, lo cual los hace más espantosos en combate; llevan el cabello largo y todo el cuerpo pelado excepto la cabeza y el bigote; diez o doce hombres tienen en común las mujeres, sobre todo hermanos con hermanos y padres con hijos; pero los que nacen de ellas son considerados hijos del que primero tuvo acceso a cada doncella…”

Se entiende por qué un pueblo salido de tales penumbras ha pretendido siempre el pan de oro de las ceremonias y el prestigio de leyendas tan groseras como la del rey Arturo, monarca inconvincente salido de la imaginación patriótica y del fervor por la mentira.

En todo caso, los cuatrocientos años de romanización forzada fueron simétricamente compensados por los cuatro siglos del vasto imperio que el Reino Unido creó, entre los siglos XVI al XX, para provecho de sus intereses siempre omnívoros. Fue un empate heroico logrado a base de pólvora, convicción y cementerios.

Mientras mataba a sus sucesivas mujeres, Enrique VIII creó la Marina Real, decisiva para extender el british empire. Contra lo que los ignorantes suponíamos, Francis Drake no fue un pirata sino el gran vicealmirante de la Royal Navy que atacó y debilitó a la armada invencible española anclada en Cádiz en 1587.

En todo caso, excepción hecha del iluso y sanguinariamente republicano Oliver Cromwell, la monarquía de los Tudor, los Estuardo o los Windsor no hizo sino extender sus confines, sus protectorados hipócritas, sus conquistas a fuego lento, sus campañas civilizatorias impuestas con el lenguaje inapelable de la fusilería.

En India, Australia, Egipto, el 30 por ciento del territorio africano, Catar, las islas Salomón, Canadá, Belice, Jamaica, Palestina, Hong Kong, Tianjín y un etcétera que excitaría a Fernando de Magallanes el Reino Unido de británicos e irlandeses clavó su bandera y devoró voluntades y riquezas. No tuvo siquiera la decencia de devolver Gibraltar, hurtada tras la conmoción de una guerra civil española, o las Malvinas, que habían pertenecido al imperio español y que fueron robadas abiertamente a los argentinos en 1833. Ni Gibraltar ni las Malvinas significan nada para el Reino Unido, pero no hay nada más exquisito para el orgullo decadente que el gusto de permanecer en propiedad ajena.

Ha muerto Isabel II, una buena señora que era parte del mobiliario de Buckingham y que tuvo que decirle que sí a todo el mundo, incluyendo al Tony Blair que le servía el té a George Bush II. Le sucederá Carlos III, que será lo mismo pero con nuevos bríos, mayores ínfulas y solapas decoradas con banderitas que recuerdan las glorias idas. A Carlos I, como se sabe, lo decapitó el feroz Cromwell en 1649. A este Carlos no le quitará la cabeza nadie. La perdió hace tiempo a manos de Camila de Cornualles.

Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N°602, del 09/09/2022  p12

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