Perú: Los malditos de El Olivar

Juan Manuel Robles

No puedo evitar una risa perversa al saber que cayó, en un operativo policial bastante aparatoso, el alcalde de San Isidro, Augusto Cáceres, por presunta corrupción y contratos irregulares. Y me río porque ese señor fue el mismo que, en un arranque de imbecilidad que le dio cinco minutos de fama, declaró “persona no grata” al presidente Pedro Castillo, aduciendo las mismas cosas que dice Willax, el canal de las fakenews. Esa declaración, por supuesto, tenía un tufillo clasista y racista, como todo lo que se dice contra Castillo desde el golpismo: en estos años ningún alcalde distrital ha declarado persona no grata a Alan García, por ejemplo, el presidente más corrupto de la historia del Perú —en reñida pelea con Fujimori—. Los municipios no se andan fijando en las cuentas bancarias de los presidentes, o sus offshores en paraísos fiscales. Menos los burgomaestres de San Isidro; imagínense con cuántos vecinos ilustres tendrían que chocar. Pero con Castillo se permiten todos los disparates y dislates, con matonería y disfraces de burro al por mayor.

Hay algo de justicia poética en la escena: la Policía entrando como en una secuencia de Código 7. El alcalde en short y pantuflas. Los oficiales bautizando a la red como Los ecológicos (aunque Los malditos del Olivar quedaría mejor). Al sujeto que decía que declaraba persona no grata a Castillo por ser parte de una “presunta organización criminal” se lo lleva un uniformado. Minutos después habla el abogado, quien no es otro que Aurelio Pastor, joya aprista que estuvo preso por corrupción, con audio y cochinada.

¿Habrá aquí algo de venganza? No importa. La imagen es bella y son pocas las estampas así que nos trae la actualidad.

Y yo que pasé mi adolescencia y juventud en Corpac, el San Isidro “pobre” con calles absurdamente curvas, me he puesto a recordar a los alcaldes del distrito, esos señores respetables, discretos, distantes. La verdad, apenas si nos enterábamos quién estaba en el cargo. En el barrio —que mis tías siempre se esforzaron en llamar “urbanización”— nunca llegaban las mejoras de los grandes olivares, de las avenidas con ínfulas de camino real. Recuerdo vagamente a Gastón Barúa: como eran los noventa, a todo el mundo le pareció genial que regalara el subsuelo de ciertos parques a Los Portales, para hacer estacionamientos, solucionando el asunto de los gases internos con chimeneas pintorescas como ductos en los Teletubbies. Tiempo después vino Jorge Salmón: como era publicista, las motos del Serenazgo del distrito, con una bonita luz ámbar parpadeante, no se llamaron “patrulla motorizada” o algo así, sino “escuadrón Luciérnaga”. Salmón iba a reelegirse, pero postuló el papá de Christian Meier. El galán de telenovelas decidió apoyar a su padre en el programa de Jaime Bayly, y denunció en vivo a Salmón por un escándalo: los parques de San Isidro tenían “agua con caca”. Ganó Meier.

Sí, esas eran las discusiones ediles en San Isidro, first world problems que desde nuestra urbanización casi surquillana veíamos sin que nos afectara. De hecho, es el negociado de mantenimiento de áreas verdes, además de otros asuntos turbios con árboles, lo que ha comprometido al alcalde actual.

No sé quién fue el que, años después, remodeló la calle Dasso. El caso es que se llevaron los faroles viejos y los trajeron justo a unas cuadras de mi casa, al estacionamiento de Parque Sur donde por esos meses habían inaugurado un Starbucks. Esas luminarias descartadas llegaron una noche en un camión y recibimos los saldos como los niños pobres reciben lo que los ricos ya no quieren: fascinados. La bonanza por el precio de los minerales había llegado, con un chorreo de farolitos.

En algún momento llegó la oportunidad de votar por lo más cercano a la “izquierda” que ha habido en las elecciones municipales del distrito. ¿Cómo pasó ese milagro? La otra opción era Madeleine Osterling, del partido de Keiko. Manuel Velarde no era de izquierda: postulaba por el PPC. Pero tenía ideas ecológicas y progresistas sobre el uso del espacio público y en poco tiempo se volvió, en la percepción de una parte del distrito, casi un terrorista. Fue un gusto votar por él. Como Velarde era cejón, en la campaña repartieron cejitas que en casa todos nos pusimos. Así nos libramos del peligro keikista de Osterling, que amenazaba con cubrir la Vía Expresa para hacer un parque.

Velarde provocó, con el paso de las semanas, algo que lo enaltece: el odio de los viejos rancios de San Isidro. Su idea de dar más espacio a los peatones fue vista con inquietud. A pocas cuadras de mi casa, el espacio de estacionamiento donde está el hotel New Corpac fue tapado para convertirse en una placita. Mis tías caminaban un día por el recién inaugurado espacio, ahora totalmente peatonal, cuando en eso Manuel Velarde pasó en bicicleta. Se bajó para saludarlas. Era casi una escena europea. Qué señor tan correcto. Qué civilizado todo.

Pero no era la actitud general en Corpac. El San Isidro más pobre rechazaba más a Velarde que el San Isidro del abolengo y las casonas. Lo de siempre: lo rechazaban por rojo, como una forma de reafirmar la sanisidrinidad. Velarde en bicicleta se volvió sospechoso: no te metas con los autos del Perú emprendedor. Así, mis vecinos defendieron a muerte la playa de estacionamiento de Parque Sur, ante la posibilidad de que se convirtiera en plaza abierta (como había ocurrido con otras). Firmaron cartas. Contrataron abogados.

Decían las malas lenguas que a Velarde no le disgustaba la idea de convertir el golf de San Isidro en un parque (un plan que por cierto, ya está proyectado hace décadas). No fue reelegido, por supuesto. Al final de su mandato, muchos lo odiaban. Lo primero que hizo su sucesor fue anular el sistema de bicicletas de alquiler, que Velarde había dejado listo.

El sucesor era Augusto Cáceres. “No permitiremos la corrupción. Se debe investigar hasta las últimas consecuencias, caiga quien caiga”, dijo atacando a Velarde, muy feliz de dejar a los ciclistas tirando cintura.

Qué ironía verlo ahora así, en short y pantuflas con los policías escoltándolo.

No sé por qué he recordado todo eso al ver al señor alcalde intervenido en un sofá que parece un homenaje a la salita del SIN. Será que también en los distritos privilegiados se ve la involución de la política, la polarización, el agotamiento de las razones (hoy un Velarde sería imposible, incluso un Salmón; en cambio, ganó como si nada Nancy Vizurraga, de la ultraderecha de Renovación Popular). Será que me dio nostalgia; será que eso, la nostalgia, se está volviendo nuestro refugio, porque íntimamente uno sospecha que es lo único que quedará cuando este país termine de incendiarse por las guerritas.

Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 614 año 13, del 02/12/2022, p12

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