Perú: Las palabras y la pared

Natalia Sobrevilla

La tregua por las fiestas de fin de año terminó hace unos días y en varias localidades del sur las carreteras han vuelto a ser tomadas, los aeropuertos se ven otra vez amenazados y un número importante de personas están dispuestas a tomar por asalto los espacios que representan a los poderes del Estado.

Las nuevas autoridades municipales, distritales y provinciales elegidas en octubre pasado acaban de juramentar en todo el país y tenemos nuevos gobernadores regionales que deben comenzar sus periodos en medio de esta convulsión. El descontento reina en muchas de las regiones del país, mientras que en Lima se vive una calma tirante, debida en gran medida a la presencia de la policía y los militares que han resguardado diferentes puntos de interés y que han desalojado violentamente a personas de una plaza principal de la capital por temor a posibles movilizaciones.

El Congreso, que debería tomar la iniciativa y buscar la solución más apropiada a las protestas con la mayor celeridad, parece haber decidido que es el mejor momento para tratar de desestabilizar a las instituciones dedicadas a organizar las elecciones y a supervisarlas con su propuesta de recortar el mandato de los jefes del Jurado Nacional de Elecciones (JNE), el Organismo Nacional de Procesos Electorales (ONPE) y el Registro Nacional de Identificación y Estado Civil (RENIEC), además de buscar requerir menos votos para la elección del Defensor del Pueblo. Todo esto mientras algunos congresistas buscan hacer posible la reelección congresal inmediata (por un periodo), o incluso de introducir la bicameralidad: en vez de trabajar para asegurar que las elecciones por las que claman muchos, sobre todo en las regiones, se lleven a cabo lo más pronto posible, buscan tomar control sobre el proceso.

En medio de esta situación enrarecida vemos con preocupación que los llamados al diálogo parecen caer en saco roto. Si bien la presidenta Boluarte ha solicitado que se reúna el Acuerdo Nacional lo más pronto posible, cabe preguntarse si este espacio tiene realmente la capacidad de darle una voz y representación a quienes hoy protestan. En una situación tan al borde del abismo, cuando la pradera está completamente seca y los fósforos y las chispas acechan, hablar es particularmente necesario.

Las palabras importan y en este momento vemos que se usan indiscriminadamente para atacar y agredir. Con cuánta facilidad se dice que “hay que meterle bala a esta gente”, hay que “acabar” o “exterminar” a los “revoltosos”, incluso he oído de alguien que, con toda naturalidad y desparpajo, ha comentado que es necesario “fumigar el país”, además de quienes llaman a sus compatriotas “parásitos”. ¡Con qué facilidad se habla de genocidio cuando tenemos casi treinta muertes que lamentar!

Es increíble que el año en que conmemoramos los veinte años de la entrega del Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, una de las palabras que más se escuche como insulto y para meter miedo es “terruco”, o como se usa cada vez más, simplemente “tuco”. El terrorismo sigue presente en la mente de muchos. Son ya varias las personas a las que escucho decir que hace falta que se vuelen una torre de alta tensión para que se pueda comenzar a matar gente, que el error de Fujimori fue no matar a todos para que muerto el perro, esté muerta la rabia.

Este nivel de violencia verbal no es menor. Las palabras importan, y quienes son capaces de decir con tanta facilidad que la solución es la muerte, deberían ponerse a pensar que lo que promueven nos encamina a otro baño de sangre, como si no hubiésemos sufrido ya suficiente.

En estos días de tenso paréntesis se ha visto en cines una hermosa película en quechua, Willaq Pirqa, El cine de mi pueblo, que retrata a una comunidad andina que descubre la magia del cine a través de los ojos de un niño tierno y curioso. La acción discurre en un tiempo un poco indeterminado, pero que intuimos que pueden ser los 80 por un personaje femenino que sufre por la desaparición de su hijo universitario, la única referencia del film a la violencia vivida en el país, aunque César Galindo, el director, haya dicho que se sitúa en los años 70.

La película logra presentarnos el dilema de la falta de comunicación entre quienes hablan quechua y los que hablamos español y de cómo hasta hace muy poco era casi absurdo imaginar que pudieran existir películas en lenguas originarias que contaran historias desde su perspectiva y representaran a los más relegados. La traducción literal de Willaq Pirqa es “la pared que habla” y fue grabada en Maras y Moray en 2017. Sistu, el personaje principal, se roba nuestros corazones con su inocencia infantil. Pero como me dijo alguien ayer, el actor que lo interpreta y que ha venido a Lima para promocionarla ya está hoy en edad “terruqueable”.

Esta película y los comentarios de quienes denigran a sus compatriotas son ejemplos complementarios de que las palabras importan mucho, muchísimo, en un país escindido. Un país donde en vez de buscar el diálogo, ejercemos una profunda violencia verbal.

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