A defender la memoria
Juan Manuel Robles
Se cumplen cincuenta años del golpe de Augusto Pinochet y es bueno recordar que estamos en guerra. En guerra por la memoria, quiero decir. En lucha abierta para que las imágenes terribles que vivió América Latina no destiñan sus colores ni los detalles sean tapados malamente por los grafiteros que hoy las amenazan. El golpe contra Salvador Allende ha sido parte de nuestra memoria sentimental. La traición artera, los Hawker Hunter negros volando en el cielo blanco de La Moneda, el mensaje radial del hombre digno, las grandes alamedas. Víctor Jara en el Estadio Nacional de Santiago. Levántate y mírate las manos. Venceremos. El cuerpo vencido. Los cuerpos. Las cuerpas.
Por años, hubo consenso sobre esas imágenes: encarnaban la infamia y aquello que nunca debería repetirse. Era un acuerdo claro que reivindicaba la verdad: podrá haber diferencias políticas pero todos condenamos ese horror, reconocemos que efectivamente existió y no podemos justificarlo, no podemos creer que lo hecho estuvo bien, o que “no fue tan grave”. Hay cosas con las que no se juegan, porque hacerlo implica abrir la posibilidad de que alguien quiera repetir la receta.
Hoy ese respeto se acabó. Hoy son tiempos de negacionistas en Twitter, es la era post Trump: ultraderechistas en todo el mundo salieron del clóset y ya no se contienen. Atrás quedaron esos años en que decir ciertas cosas podía ser motivo de condena social. Hoy es normal relativizar el horror, ponerle eufemismos a las ejecuciones, decir que las víctimas se lo buscaron, llamarlas terroristas, hablar de “leyendas urbanas”. O jugar como niños díscolos en el extremo opuesto: decir que sí, pues, mataron y qué: siempre hace bien fumigar el país de comunistas.
Quién lo hubiera dicho una década atrás, cuando en Chile se podía ver el fruto de uno de los esfuerzos más grandes y esmerados por la visibilización de la memoria histórica en el continente. Las mejores mentes del arte y la cultura contribuyeron a divulgar la verdad, a usarla como insumo de relatos y de imágenes poderosas. Para que los niños vean y entiendan. Para que no se repitan.
En mi memoria —qué palabra— todo comenzó a torcerse con aquel ministro de Cultura chileno, Mauricio Rojas, que dijo que el Museo de la Memoria era “un montaje”, y con Vargas Llosa apoyándolo. Pero creo que en realidad era solo el síntoma de algo que ya estaba podrido.
Hoy los lugares de conmemoración —los santuarios que dejaron los escuadrones asesinos— son vandalizados con más frecuencia que nunca. En el Estadio Nacional de Santiago, donde mataron a Víctor Jara, no es inusual que se coloquen burlas a los desaparecidos, enalteciendo a los militares.
El negacionismo chileno brilla de manera penosa porque se da en medio de la efeméride. Pero no es el único lugar donde ocurre.
En Argentina, los partidarios de Milei han incluido en su repertorio incendiario los ataques a los emblemas de la memoria histórica. También allí era un consenso general condenar la brutalidad de la Junta militar presidida por Rafael Videla, algo en que coincidía todo el espectro político. Hoy se va normalizando el cuestionamiento a esa condena, la idea de que los asesinados eran terroristas.
En el Perú, grupos como La Pestilencia vandalizan santuarios de la memoria del conflicto armado. Existe una resistencia —llena de intolerancia— a la idea de que los uniformados fueron parte del horror vivido. El peruano es un caso especial en que la Comisión de la Verdad es pro castrense: en sus conclusiones acusa directamente a la subversión de iniciar la guerra y ser la causante de la mayoría de asesinatos. Aun así, la ultraderecha va por más: quiere eliminar cualquier alusión a los abusos de las Fuerzas Armadas. Su objetivo es extremo: negar que haya existido terrorismo de Estado en un país donde hubo inocentes que cavaron su propia tumba por órdenes de militares armados, y hornos para desaparecidos.
Sin ningún respeto por lo ocurrido, ahí ves a los ultraderechistas gritando afuera del Ojo que llora mientras deudos de víctimas quieren algo de silencio y paz.
Llega la conmemoración del golpe de Pinochet y debo decir que yo no creo que haya dos voces: la de la memoria y otra presuntamente silenciada, que finalmente puede hablar. Hay una diferencia entre querer expresar algo hondo y querer destruir.
El ladrón de la memoria cree que todos son de su condición. Por eso, como lo suyo es pura impostura, creen que los relatos de las comisiones de la verdad son una farsa, propaganda de un “lado”. En realidad, no hay dos lados. De una parte hay víctimas reales y de la otra personas con frustraciones y cinismo. Terraplanistas de la historia política.
En todo caso, la conmemoración nos recuerda que en ningún lugar la memoria está garantizada. Que la memoria histórica, a fin de cuentas, no es tan distinta a la memoria orgánica de nuestros cerebros. No está tallada en piedra. Si nos descuidamos, los relatos de contrabando llegan y confunden, se mezclan. Si nos dejamos estar, el destino es el borroneo y no saber qué había detrás del grafiti rabioso. La memoria, digo, debe ser defendida activamente, en cualquier espacio a nuestro alcance, con organización y firmeza, alzando la voz (como la alzan las turbas del negacionismo). Hay que hacerlo convencidos de la fuerza de la verdad —la única verdad— dejando en claro que nada de lo que defendemos es una “narrativa” ni un “montaje”. El dolor existió y existe, y persiste.
Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 652 año 14, del 08/09/2023, p12