Regalos del fin del mundo


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Jerónimo Centurión

El mundo no se terminó. Seguimos acá, lamentándonos, quejándonos, riéndonos. Sobreviviendo. Siguiendo reglas de convivencia cuyos orígenes ignoramos. Normas que no nos atrevemos a quebrar. Aunque el cuerpo nos diga que algo no está bien. Hasta que sea tarde y allí, boom, allí sí se acabo el mundo.

La navidad, por ejemplo, me genera sensaciones encontradas. Por un lado, me parece una excusa formidable para pasar tiempo con la familia. Estar con mi papá y mamá, a quienes quiero tanto y con quienes converso mucho menos de lo que quisiera. Repetir la dinámica de cuando éramos niños me parece estupendo. Sí, ya lo sé, no deberíamos esperar las doce de la noche del 24 de diciembre para que esto ocurra. Pero cada vez andamos más apurados, cada vez hay más proyectos interesantes, cada vez hay más caminos que nos invitan a creer que podemos cambiar el mundo: documentales, campañas, programas de TV, videos e incluso columnas. Y poco a poco, pero cada vez con mayor intensidad, descuidamos la base, el indiscutible origen: la familia. Si perciben un tono culposo, no se equivocan. Y si no encuentran un espíritu de enmienda, tampoco se equivocan.

Mi hermano propuso hace algunos meses realizar un viaje familiar a la playa. Los cuatro hermanos y mis papás. Sin parejas ni hijos. Volver, por unos días, a los 80. Sentir, por pocos días, lo que fuimos y lo que somos: hijos perdidos buscando sus respectivos caminos junto a nuestros padres, igual de extraviados y temerosos, intentando darnos el máximo de cariño y enseñándonos lo más que puedan en el menor tiempo posible. Todos apurados porque el tiempo se va. Ojalá podamos realizar ese viaje. Pero mis hermanas ya se opusieron porque no tienen con quién dejar a sus hijas. Espero que reflexionen y las dejen con sus parejas unos días. Sería genial.

Mientras tanto, debo confesarles que, al igual que mi papá, Germán, odio la presión. Me asfixia. Mi pasión es inversamente proporcional al deber. En ese sentido, me molesta tener que comprar regalitos navideños porque el Niño Jesús nació. Y me molesta aún más contribuir a la ansiedad extrema que percibo sienten mis sobrinas cada Navidad. No sé si es el avance del capitalismo salvaje o si mis papás no tenían tanto dinero cuando éramos niños. O ambas cosas. Pero recuerdo que cuando era chico, una bicicleta, un monopolio o un robot eran unos regalazos. Hoy mis sobrinas son insaciables. Esperan ansiosas las 12 para abrir paquete tras paquete de manera desesperada. Las pinturas, el libro o el juguete que les suelo dar son menudencia que agradecen a regañadientes frente a los lujosos regalos de sus padres y otros tíos. Me opongo a contribuir a esa ansiedad. No sé si estoy extrapolando mis traumas, pero me parece una contradicción alimentar esta cadena masiva de consumo desesperado. Es posible que la depresión navideña esté comenzando a afectarme, pero intentaré encontrar un punto medio para retomar la acuarela o mi afición a organizar canciones y regalar cuadritos o discos. Aunque me miren con desdén y crean que soy un tacaño, siento que la historia me dará la razón. Sobra decir que el mejor regalo que uno puede dar es el que le gustaría recibir. A eso yo añadiría que, en estas “fiestas”, ese objeto debería ser producto más que del estrés y el tránsito, de un proceso de adquisición o producción agradable, amable. Así se burlen de nosotros este 24 en la noche o nos llamen Grinch, tacaños o inadaptados.

http://diario16.pe/columnista/8/jeraonimo-centuriaon/2211/regalos-del-fin-del-mundo

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