El insomnio de la razón

Miguel León 

El búho de Minerva inicia su vuelo al caer el crepúsculo. G. W. F. Hegel, Filosofía del derecho

En tiempos convulsos como los nuestros es difícil conciliar el sueño: ¿y si me echan del trabajo?, ¿y si no me dan la beca?, ¿y si la factura de la luz es demasiado alta?, ¿y si sube el kilo de manzanas?, ¿y si el médico no me da más de un día de baja?, ¿y si bajan las ventas de la empresa?, ¿y si suben pero da igual?, ¿y si…? Consultar nuestras decisiones con la almohada deja de ser un consejo dictado por la prudencia y se convierte en un calvario. Los hay, también, que duermen, pero lo hacen con los dientes apretados porque el cuerpo es vértice donde se unen pensamiento y dolor. La verdad es que cada día nuestras calles se despiertan con el clac-clac de los bruxistas.

También se desvelan los intelectuales, pero el suyo es un insomnio productivo. Uno se sienta ante el papel en blanco, digital o analógico, y entre dos pilas de libros como Columnas de Hércules. Las neuronas se cuecen (y enriquecen) a fuego lento y es difícil saber cuándo comenzarán a bullir. Hay veces que eso sucede a las dos de la mañana, y no podrías parar aunque quisieras: tienes que echarlo todo, rellenar líneas y líneas hasta quedar exhausto, seco, porque la almohada no tolerará que te dejes nada en el tintero. Si te echas en los brazos de Morfeo sin haber cumplido con tu tarea te llevarás una paliza, y lo sabes.

Esta economía del sueño es una buena vía de entrada al análisis de clase. Es difícil tener por hábito una jornada de trabajo intelectual que comienza al ponerse el sol si uno ficha en el tajo al amanecer. Pero también sería raro necesitar la reflexión nocturna si la filosofía fuera una tarea sólo apta para quienes pueden confiar totalmente la reproducción material de su existencia al plustrabajo de otros: por fortuna el marxismo puso definitivamente fin al binomio filosofía-esclavitud. Decimos que “trabajamos mejor por la noche”, pero eso es tan absurdo como disfrutar de la sensación de jet lag. Somos muchos, aunque no lo creáis, los que pensamos con autonomía por la noche porque no tenemos más remedio, porque por el día alquilamos carne y nervio, y no porque nos guste.

Esta economía del sueño refleja una estructura de clases donde todo es, sí, blanco o negro, explotador o explotado, pero sin negar la escala de grises. Quienes podemos permitirnos el hábito, no realmente el lujo, de trasnochar pensando, tenemos la responsabilidad de asumir esa tarea desde la toma de partido y hasta las últimas consecuencias. Una de ellas, no la más terrible pero sí la más habitual, es que, incluso después de haber volcado negro sobre blanco nuestros pensamientos, seamos incapaces de conciliar el sueño: trazar un mapa de las relaciones de poder nos puede llevar con facilidad a la desolación que produce saber que las montañas son demasiado altas, los abismos demasiado amplios, los desiertos demasiado inhóspitos… Frente a esas dificultades, uno está tentado de buscar subterfugios que le permitan dormir tranquilo.

Por desgracia, es demasiado fácil, demasiado tentador, hacerse trampas en el solitario y conciliar el sueño. Unos sueñan con el derrumbe y otros con la reforma, aunque a partir de ahí hay tantas variantes como personas, intelectuales que devienen sonámbulos. Un sonámbulo es un peligro porque, si bien puede ser difícil animar a otros a escalar una montaña, es una irresponsabilidad supina hacerles creer que se trata de una colina; un abismo puede ser infranqueable, pero se convierte en una trampa mortal si el sonámbulo consigue convencernos de que se trata sólo de una zanja.

Hay sonámbulos que dicen que un día estallará una crisis, La Crisis, y que se acabará el chiringuito. Que es sólo cuestión de tiempo que las fuerzas productivas entren en contradicción con las relaciones de producción; afortunados, dicen, serán los pacientes porque ellos construirán un mundo nuevo sobre los escombros. La consigna “más materialismo histórico y menos Prozac” entraña el riesgo de una degradación total del pensamiento. Otros enfatizan el agotamiento ecológico y, aunque lo nieguen, sueñan con que la violencia (real o prevista) de los desastres naturales obliguen a su vecino el cafre a coger la bicicleta para no tener que asumir la responsabilidad de hacerlo ellos a punta de pistola (con coerción estatal). “Lo tumbemos o no, lo cierto es que el capitalismo caerá solo”. Entonces, querido, ¿por qué tumbarlo?

También se hacen trampas, hipotecando la emancipación de todos, quienes tiran por el sumidero el problema del hombre nuevo simplemente porque han perdido el valor necesario para dudar de sí mismos sin dejar de creer en sus propias fuerzas. Estos sonámbulos se vuelven maestros de la prestidigitación conceptual y convierten en revolucionaria la socialdemocracia a costa de la idea misma de revolución. El sentido común es un punto de partida ineludible, pero sin su transformación no hay quien avance hacia el punto de llegada: eso es, en rigor, cabalgar contradicciones. No se trata de ocupar la centralidad del tablero, sino de cuestionar su geometría y hacer papiroflexia con él si es necesario, o una pelota para tirarlo a la basura.

El sueño de la razón produce monstruos, y sus desvelos nos inquietan. Pero es que nadie dijo que esto fuera a ser fácil.

[*] Este artículo fue publicado originalmente en Ssociólogos.https://fairandfoul.wordpress.com/2015/02/26/el-insomnio-de-la-razon/

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