La pobreza y la esperanza

Jaime Richart

Qué terrible debe ser para un ser humano verse rodeado de otros que viven a cuerpo de rey sumido en la pobreza; y qué más terrible todavía no será la vida de una madre que no solo ella sufre la carencia de lo indispensable sino que, para alimen­tar y dar cobijo a sus hijos ha de recurrir a la generosidad, a la filantropía o a la prostitución del cuerpo, pues la prostitución de la conciencia no tiene que ver con la pobreza sino con la am­bición y el desprecio de los demás.

La literatura mundial de todos los tiempos ha dedicado inconta­bles páginas al trance. La pobreza fue un estigma expli­cado y aun justificado en todas las culturas, por retorcidos argu­mentos religiosos, teológicos o pseudofilosóficos o pseudo­científicos. La for­tuna y disfortuna, el éxito y la desgra­cia forman parte de la le­yenda que los razonamientos preñados de insensatez han atri­buido a lo largo de la historia de la humani­dad al merecimiento y al desmerecimiento. La enferme­dad y la penuria fueron du­rante casi toda esa historia castigos lle­gados del cielo…

Es cierto que la pobreza no viene por la disminución de las ri­quezas sino por la multiplicación de los deseos y que quien sabe cu á nto basta, siempre tiene bastante, pero el sufrimiento que viene de la carencia se agrava por inevitable agravio compa­rativo. Pues, rodeado un ser humano de otros que viven sin sobresaltos ni esfuerzo alguno para merecer lo que poseen salvo por causa de su astucia y por la desaprensión hacia sus se­mejantes en la mayor í a de los casos, aún aliviado por la resig­nación su vida ha de resultar necesariamente no sólo dura sino a menudo indeseada.

En los estudios exhaustivos que hoy se hace de todo, se distin­gue la pobreza relativa de la pobreza absoluta. Sobre la po­breza relativa Adam Smith dice en «La riqueza de las nacio­nes» : “ por mercanc í as necesarias entiendo no s ó lo las indispen­sables para el sustento de la vida, sino todas aquellas cuya caren­cia es, seg ú n las costumbres de un pa í s, algo indecoroso entre las personas de buena reputaci ó n, aun entre las de clase in­ferior. En rigor, una camisa de lino no es necesaria para vivir. Los griegos y los romanos vivieron de una manera muy confor­table a pesar de que no conocieron el lino. Pero en nuestros d í as, en la mayor parte de Europa, un honrado jornalero se aver­gonzar í a si tuviera que presentarse en p ú blico sin una ca­misa de lino. Su falta denotar í a ese deshonroso grado de po­breza en el que se presume que nadie podr í a caer sino por una conducta en extremo disipada» . Y por pobreza absolut a se en­tiende desde tiempo inmemorial un estado de privaci ó n o falta de recursos para poder adquirir una “ canasta de bienes y servi­cios ” necesaria para vivir una vida m í nimamente saluda­ble.

Pero no voy a elucubrar más sobre la pobreza. Lo que quiero resaltar es que si en el mundo se calcula que una sexta parte de la humanidad es pobre relativo o absoluto, en la sociedad espa­ñola hay unos 3 millones de pobres cuya supervivencia de­pende del altruismo , y aún quedan oficialmente otros 5 millo­nes que carecen de empleo y por tanto de recursos suficientes para una vida digna. Pero aún ahí están 16 millones que traba­jan, para otros no para sí mismos, cuyas condiciones generales nos hacen suponer que viven temblando por el temor fundado a perderlo. Y, por otro lado, ¿qué clase de vida puede ser la de mi­llones que aun empleados no pueden arriesgarse a formar una familia destinada a la privación? Pero aparte la desgracia de quien sufre ya de pobreza o ha caído en la pobreza, hay otro factor añadido que la hace en estos tiempos en España es­pecial­mente aguda. Y es el sentimiento de engaño que acom­paña a la ficción de vivir en una sociedad libre, que conduce en demasia­dos casos a la desesperanza; desesperanza al percibir que dicha falsa libertad s ó lo s irve o es útil… para quitarse uno la vida. Y hoy no hay esperanza que no esté fabricada por el deseo o por la ilusión voluntaria, pues el planeta se agota, el mundo va a me­nos y la desigualdad entre los seres humanos, en lugar de es­trecharse se agranda de manera exponencial.

Ya el gran Anatole France decía que hurtar un panecillo es el mismo delito para el rico como para el pobre… Sea como fuere, me he prometido que de ahora en adelante no tendré en conside­ración idea o razonamiento que no sean válidos por igual, tanto para el ser feliz como para el desgraciado, para el afortunado como para el que se ha cebado en él el infortunio, para el rico como para el pobre. Pues, habida cuenta que por fin se ha esfumado la ya increíble justificación del pri­vilegio y de la desigualdad una vez que ha quedado al descu­bierto que no es la inteligencia verdadera (que la repudia como premio material a la aptitud) la que crea la riqueza y los moto­res del trabajo sino la ominosa capacidad para explotar a otro y depredar, toda idea política, social o filosófica cuya interpretación y signifi­cado prescindan de la ineptitud de un solo ser humano y de sus circunstancias adversas, habrán de resultarme en absoluto retóri­cas (que es tanto como decir palabrería), inhuma­nas para lo que se espera de una sociedad desarrollada, y por esto mismo abomina­ble s…

Se publica este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*