Un CADE de risa

Rocío Silva Santisteban

Solo he visto lo necesario sobre la presentación de candidatos en la última Conferencia Anual de Ejecutivos – CADE 2015, pero no se necesita más: la empresarialmente aplaudida Keiko Fujimori se despintó de su harvardiana presentación de hace unos meses reivindicando “cambio de modelo” pero enseñando el fustán autoritario; Toledo fue el payaso de la clase empresarial con sus risas faltosas cada vez que repetía la palabra “fiesta”; Alan García toreó al alimón con su ego a esos miura sin pique ni embiste que son los CEOs locales; y PPK fue aplaudido a rabiar como lo merece el lobista que toda derecha necesita. Acuña, a quien esperaban con miedo porque puede crecer debido a los votos del “populacho”, quedó sin piso cuando balbuceó en voz alta el discurso que le escribieron. Esa es la derecha narcoindultadora, violadora de derechos humanos, sin memoria, extractivista-compulsiva, emprendedora-racista que los empresarios quieren escuchar. César Hildebrandt en su editorial del último número de “En sus trece” dibuja con certeza y amargura a esta clase política, heredera de los Iglesias y Leguías de antaño, y sus pretensiones de hacernos creer que piensan en el país.

No lo hacen. Pensar en el país no es vestir de poncho blanco de lino y sombrero de paja en Mamacona. Tampoco dedicarles unos cuantos soles a sus proyectos de desarrollo comunitario y menos seducir con empleos transportando piedras de un lado a otro a los “campesinos de las zonas de influencia”. Mucho menos es ofrecer 5 mil soles y becas en sus universidades en programas de alto rating los sábados por la noche para envolver a los jóvenes con el cuento de la educación como instrumento de movilidad social. No, acá en el Perú, el que estudia no triunfa. Eso lo sabemos quienes enseñamos en universidades, sobre todo públicas, porque tenemos decenas de ex alumnos sobrecapacitados y subempleados. La universidad, por cierto, tampoco debe de ser una exclusiva productora de trabajadores para esos empresarios: la universidad debe producir conocimiento. Y por lo tanto, también ese conocimiento que nos permite cuestionar nuestro entorno y ser rebeldes con causa. Ese conocimiento que nos libere de ser el furgón de cola de un desarrollo occidental y extractivo-centrado. Ese conocimiento que permite sublevarnos ante el embrutecimiento de la TV basura. 

Pensar en el país, implica, apostar por un cambio de modelo productivo que diversifique y amplíe el empleo; que invierta en tecnología para poder desarrollar industrias clásicas y alternativas; que promueva lo más biodiverso que tenemos: la agricultura, la biomasa marina y la cultura. Necesitamos un país de ciudadanos y para eso se requiere pensar en la educación desde una perspectiva interdisciplinaria y de género, derechohumanista, ecologista, con vocación por el pensamiento crítico. Una educación que apueste por el trabajo en grupo, por la exploración en conjunto, por el “pensar en público” (Guillermo Nugent dixit).

Pensar en el país es invertir contra la corrupción a todo nivel y plantear un programa nacional de tolerancia cero a la corrupción que atraviese todos los estamentos del Estado, sobre todo, la Policía, el Ministerio Público y el Poder Judicial. A pesar de mis discrepancias con los funcionarios de este gobierno, debo reconocer que Juan Jiménez y Daniel Figallo hicieron lo posible desde el MINJUSDH sobre ese punto. ¿Por qué no se toma en serio un trabajo como ese? 

Pensar en el país es sobre todo entender al peruano-otro o a la peruana-otra, con sus costumbres y sus conocimiento del entorno —por ejemplo, a los wampis que acaban de declararse nación autónoma para proteger sus territorios y garantizar forestación cero contra el cambio climático— y no subalternizar al pobre, al indígena, al antiminero, creyendo que esa formación universitaria que les dio Chicago o la UPC los vuelve mejores. 

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