Alegato contra la industria del automóvil

​Félix Talego

En el transcurso de las últimas generaciones hemos asistido a un incremento continuado de la presencia y el tráfago de los coches en nuestras ciudades. Los que sobrepasamos cierta edad, al hacer memoria de las calles y las plazas de nuestra infancia, las vemos entonces casi libres de coches. Al regresar al presente, las vemos anegadas de ellos, sea circulando, atascados o atestando aceras. El contraste entre aquellas calles y las actuales es total, y nos parece que las de hoy hubieran sufrido una riada de hierro y caucho y petróleo que no podemos ya retirar, pues, según parece, “no se puede ir contra el Progreso”. Los más jóvenes han naturalizado la cotidianidad del coche y solo con gran esfuerzo pueden imaginar su calle sin ellos, que ya la atestaban cuando salieron la primera vez de su casa, tal vez para ser amarrados a la sillita del asiento trasero del coche de sus papás.

Todas las generaciones que han venido a un mundo ya motorizado no pueden concebir espontáneamente su ciudad sin el pitido de los cláxones, el rugido de los motores, el humo de los escapes. A la par que han aprendido a andar han incorporado el miedo a “caerse de la acera”, a sobrepasar el angosto espacio del parquecito o la plaza que, como excepción, el urbanismo del coche les ha reservado. No tienen la vivencia de un tiempo en que toda la extensión de las calles fue dominio de niños que jugaban y viandantes que formaban corrillos sin tener que ir al próximo paso de cebra o “saltar a la otra acera” evitando el atropello. La escena plácida de la gente en mitad de la calle tomando el “solito” o el “fresco” y charlando por el simple placer de charlar se les figura un pintoresquismo estrambótico. Lo más parecido que han visto los jóvenes a ese poblarse de gente las calles y plazas es la estampa de algún viejo que coloca de perfil su hamaca en el hueco entre umbral y coche; o la de los clientes en las terrazas de los bares, que tienen que “consumir” si quieren estar en la calle.

A lo que se ve, nadie, o casi nadie, quiere apearse del coche. Cada quien quiere tener su coche, y mientras más corra y más botoncitos tenga mejor, porque nos re-enseñan cada día los anuncios que ello mide nuestro éxito y nuestro estatus, y que más botoncitos y potencia es, según los gustos, más seguridad, más confort, más vértigo. Todos quieren llegar con el coche a la puerta de casa, al trabajo… Las piernas se usan poco más que en el gimnasio, la cancha o el “centro turístico”. Varias generaciones hemos asistido pasivos, y hasta entusiasmados, a las violentas transformaciones necesarias para zampar el coche en nuestras ciudades; hemos visto la metastásica proliferación de manchas urbanas dispersas conectables solo motorizadamente. Ya casi no es posible comprar en la esquina (“tiendas del olvido” llamamos a las que sobreviven), ver una película en la manzana de al lado. La carrera desenfrenada por la conectividad y la aceleración de la movilidad (persiguiendo la ubicuidad de los dioses) nos han traído a un mundo donde muy poco queda cerca: un urbanismo para campeones, de alto riesgo para niños, viejos y discapacitados.

Sabemos que la desmesura del coche, alentada por todos los ministros y la industria de “creación de la riqueza” (ridícula pretensión humana de suplantar el poder creador de los dioses) es insostenible, causa daños crecientes y genera una enorme injusticia ambiental. Pero no se hace nada serio para bajar del pedestal al automóvil, como si estuviéramos abducidos por una cochelatría demencial. Es una evidencia más de la moral de esclavos satisfechos que anega nuestro mundo, más incluso que el petróleo. Los más conscientes buscan algún partido para que su ministro tome medidas, pero sin bajarse del coche.

¿Hasta cuando esta sinrazón que nos somete al coche? Es triste –y revelador- tener que reconocer a Marinetti, el poeta fascista, cantor de la violencia y el machismo, el premonitorio acierto en su loa al coche!: “Decimos que la magnificencia del mundo se ha enriquecido con una nueva belleza: la belleza de la velocidad. Un coche de carreras con la capota adornada por grandes tubos, como serpientes de aliento explosivo –un coche atronador que parece rodar por sobre metralla- es más bello que la victoria de Samotracia”

Evoco ahora mi calle de niño y todo el vecindario tomando el fresco anchamente, oyendo historias fantásticas a los viejos. La calle se ha ido vaciando, unos porque hicieron el viaje definitivo, otros porque han emigrado o se han marchado a las casitas de las promociones urbanísticas alegres en cemento. Han quedado vacías y a merced de la ruina la mitad de las casas del pueblo viejo. Pero mi madre sigue ahí. Hasta hace unos años se atrevía a sacar la silla a tomar el fresco, pero tenía que levantarse una y otra vez para que pasaran coches y motos que atravesaban el pueblo viejo para ir de una barriada extrarradial a la otra, también extrarradial. Ha terminado por desistir: ¡¡Que la dejen tomar el fresco en paz en mitad de la calle, joder!!

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